Se necesita un Estado de Bienestar para el siglo XXI
El agotamiento de las políticas públicas de contención social y los avances tecnológicos exigen nuevas respuestas para evitar conflictos
La grieta no es un fenómeno argentino, recorre Occidente. Aumenta la intolerancia, gana lugar la xenofobia, en muchos lugares se alienta la "acción directa" frente a problemas públicos. Los orígenes son múltiples, pero se apoya en una frustración profunda.
La frustración contemporánea parece tener tres orígenes: por un lado, el debilitamiento de los marcos de referencia que dotan de cierta previsibilidad la vida social. Todas las cosas que no son "como eran", no importa cómo las juzguemos, estresan las relaciones sociales. Por el otro lado, la (aparente) paradoja de contar con un poder tecnológico deslumbrante y que al mismo tiempo aparece como impotente para resolver muchos temas cotidianos. En tercer lugar, el agotamiento de las políticas públicas de "contención social" clásicas, insatisfactorias para los ciudadanos que las reciben y rechazadas por la carga que constituyen en materia de impuestos. Agotamiento que se hace patético al verificar su fracaso en términos de movilidad social.
Transformaciones tecnológicas y falta de acuerdos políticos estables: incertidumbres acumuladas.
A las incertidumbres se suma la tribalización defensiva. Los dispositivos tecnológicos refuerzan preferencias y nos remiten recurrentemente a fuentes autoconfirmatorias de nuestros sesgos; además crece un modo de coexistencia social partimentada.
El mundo de las incertezas, además de una carga de angustia, genera como subproducto político el crecimiento de líderes simplificadores. Es evidente que estas circunstancias empujan en diversos países a vastos sectores de la población a reclamar soluciones "a como dé lugar". La angustia es el combustible de las peores respuestas políticas en la historia.
Cerrar la grieta no solo pasa por mejorar la calidad de la deliberación pública, sino por reconstruir un sentido de pertenencia que contribuya a bajar las pulsiones disgregadoras, confrontativas o violentas. No se trata de una tarea excluyentemente político-institucional, pero corresponde a las instituciones públicas contribuir a crear un mejor clima de convivencialidad.
Algunos de los simplificadores de turno proponen desde ignorar la diversidad de tipos de familia existentes o desconocer a seres humanos por su lugar de nacimiento hasta dejar de lado recomendaciones de base científica basadas en evidencias (por poner tres ejemplos clásicos). Lo cierto es que es poco probable que ese tipo de respuesta pacifique a sociedades en tensión.
La erosión de los vínculos sociales se constituye en un insumo de la tensión política, eliminando toda posibilidad de conversación colaborativa. Es imprescindible reconstruir lugares públicos de calidad, encuentro y pertenencia que posibiliten la construcción de confianza social; debemos hacerlo desde una perspectiva contemporánea, que tome en cuenta la diversidad y promueva la emergencia de un ciudadano-emprendedor que tenga las herramientas que le permitan aprovechar las ventajas del mundo actual y que pueda hacer frente a los cambios, evitando la búsqueda de falsas respuestas rápidas, para asuntos que requieren cuidado.
No hay otro modo de enfrentar la angustia del cambio intenso, que a los ojos de los ciudadanos aparece como fascinante, inexplicable e ingobernable, que fortaleciendo a las personas con educación, pero también con estímulos que favorezcan su sociabilidad. Un Estado de Bienestar del siglo XXI, que haga gobernables las sociedades impactadas por el cambio tecnológico, que asuma las transformaciones sociales, que incremente nuestra productividad al generar sujetos más autónomos, que estimule la innovación, que facilite el vínculo entre el tejido económico y el mundo del conocimiento, que expanda los horizontes de sostenibilidad, que contribuya a un hábitat calificado.
Se soslaya que el Estado de Bienestar del siglo XX fue el modo en que mayoritariamente las sociedades "más avanzadas" no solo distribuyeron riqueza y generaron bienes públicos, sino que pudieron controlar la conflictividad social creciente.
La nueva conflictividad social no es solo por el diferencial de ingresos entre actores sociales, sino que está en juego la inclusión/exclusión. Estamos ante el repudio de marcos normativos o el cuestionamiento del statu quo por motivos económicos, pero también extraeconómicos.
Muchos de los cuestionamientos son legítimos; sin embargo, en este contexto, la posibilidad de procesar las demandas de un modo no reactivo es muy baja. La grieta y su consecuencia, la polarización, dinamitan el centro político, la cultura reformista, el diálogo como instrumento político; y lo hacen sin argumentos superadores, solo alimentando sesgos o visiones deformadas (simplificadas) de los hechos.
Pensar un Estado de Bienestar del siglo XXI es asumir que el que concebimos para el siglo XX no solo no cumple adecuadamente sus finalidades, sino que es parte del viejo orden que muchos desean derribar acríticamente. Ya sea porque se ha transformado en insostenible fiscalmente, porque su degradación ha hecho que ya no genere integración social o porque se trata de respuestas públicas que dialogan con una sociedad ya inexistente. Necesitamos uno orientado a objetivos y fundado en prerrequisitos acordes con los tiempos, que facilite el emprendedurismo, la renovación tecnológica, premie el cuidado ambiental y promueva a hombres y mujeres conforme sus propias elecciones.
El Estado de Bienestar del siglo XX, mal gestionado, tuvo dos derivaciones anómalas: estimuló un sentido de desresponsabilización que no contribuye a la cohesión social, y en no pocas ocasiones facilitó un tipo de vínculo entre el Estado y organizaciones sociales que, bajo el pretexto de cumplir fines públicos, ha generado modos de clientelización institucional.
Los desvíos del Estado de Bienestar no habilitan su derogación, sino su transformación. Sencillamente porque seguimos necesitando políticas que construyan ciudadanía si queremos ser una sociedad y no solo un mercado. Obviamente, un mercado que funcione adecuadamente es imprescindible y su construcción es política: reglas, instituciones y una mayoría social que lo sostenga. De lo contrario, toda reforma será frágil.
La Argentina del siglo XXI necesita competitividad y reglas claras, pero también cohesión y diálogo público de calidad.
Un Estado de Bienestar del siglo XXI debe receptar lo mejor del espíritu de este tiempo: la vocación de cambio y una relación fluida con la tecnología, las relaciones paritarias entre personas, la ruptura de tutelajes culturales innecesarios y un creciente sentido transcultural y global. Un nuevo Estado de Bienestar más adecuado y asumible no es el resultado de las transformaciones, sino su piedra fundamental.
No hay que saltar por arriba del laberinto, esa trampa nos impide comprender la complejidad. Hay que intentar desandar el camino de absurdos que hemos generado, hay que desenhebrar el hilo de Ariadna de nuestros traumas con inteligencia, vocación y paciencia, y hacerlo con decisión, buscando muchos objetivos al mismo tiempo: debemos ser más productivos, más cívicos, más sostenibles, más innovadores, más dialogales. Ese debería ser el sentido de un conjunto de políticas claras; y lo que es más importante, debemos serlo en el marco de la sociedad que somos, sin exclusiones y sin paternalismos.
Diputado nacional (provincia de Buenos Aires, UCR-Cambiemos)