Se buscan patriotas para nuestra democracia
Hace ya más de 200 años que recorremos nuestra historia como pueblo constituido en Nación. Dos siglos en los que, con mucho esfuerzo, vemos crecer el sentido de fraternidad. Pero también crece, cada día, otra sensación: la de orfandad. Nos sentimos huérfanos de patria, parafraseando ese poema de Jorge Dragone que tanto le gusta al papa Francisco y que ya citaba siendo el cardenal Bergoglio. Pero no es orfandad de aquella que es cielo y tierra; techo, calle, casa y mesa; sino huérfanos de quienes con entrañas maternas deberían conducirnos hacia un proyecto común que no busque beneficiar sólo los intereses o perspectivas de pocos. Nos sentimos huérfanos de patriotas que se conmocionan, que se les estruja el alma y están dispuestos a entregar la vida, resignar lo propio y hasta perder su patrimonio en pos de ese proyecto colectivo. Sé que soy parte de una iglesia, la católica, y en ella tengo un servicio identificado con la paternidad… pero también soy consciente de que muchas veces hemos contribuido a ese sentimiento de orfandad.
Y, de esos 200 años, estamos festejando los últimos cuarenta que hemos vivido en democracia. Un período que comenzó después de tanto dolor y de una guerra, un tiempo que inauguró esa dimensión tan propia de la institucionalidad –elecciones libres, limpias– y que es tan importante como aquella aspiración siempre trunca que nos hace Patria: la de “amar a todos sin excluir a nadie, privilegiando a los pobres y perdonando a los que nos ofenden”, y sumar a los que están al borde del camino con “pasión por la verdad y compromiso por el bien común” como tantas veces oramos.
¿Habrá algo para festejar en este tiempo tan difícil? ¿Será lícito “felicitarnos”? Creo que sí, porque en medio de tanta confusión, división y pelea, hay una “Argentina de a pie”, una que no es complaciente con unos ni combativa con otros. Es la que estudia, trabaja, la que todos los días vuelve a creer que otro futuro es posible; esa que aún sin ser creyente aspira a una felicidad que ve expresada en Jesucristo y en los valores del Reino. Con esa Argentina fraterna, huérfana de una dirigencia patriótica, podríamos hacer un alto en el camino, y en esta empinada subida, llegar a ese monte donde Jesús presenta la gracia de una dicha compartida y, mirando lejos y profundo, nos dice: ¡Felices! (Mt 5, 1-10)
Y somos felices porque hay un talante en nuestros pobres que los hace inmensamente ricos; hay un modo de incluir y de abrazar a quien está peor que es admirable. Se evidencia en ellos una resiliencia que se ve puesta a prueba ante tanta incapacidad para generar trabajo, bienestar y estabilidad. Nuestro pueblo empobrecido, –la mitad de la población– lleva décadas siendo solidario, asumiendo en la orfandad tareas propias de los gobiernos, generando desde abajo lo que en razón de oficio le corresponde a quienes conducen.
Somos felices porque en tantos acontecimientos de nuestra historia reciente –en alzamientos y cuarteles copados, en el gatillo fácil y en la inseguridad, en trenes destrozados y boliches incendiados, en cuánta tragedia evitable– no respondimos mayoritariamente con furia sino con llanto. Son las lágrimas vertidas por madres y por abuelas, por quienes no pudieron despedir a los suyos, y por miles que lloran por sus sueños y proyectos hechos añicos ante una patria que agoniza. Es el sollozo de aquel que se seca las lágrimas y convierte la fuente laboral perdida en un emprendimiento o en una cooperativa; de los que apagan un incendio intencional o de aquellos que enseñan a leer o escribir a niños y adolescentes caídos del sistema educativo y que no saben ni tomar un lápiz.
Es la felicidad misteriosa de los que siguen teniendo paciencia; de los que transforman los días y las horas interminables de espera en un hospital o dispensario en ocasión de encuentro con los de al lado. Es también la paciencia de quienes se las ingenian ante la precariedad de los servicios, las dificultades en las escuelas, en el transporte o en los caminos anegados y de los que no bajan los brazos y no entregan ni los hijos ni el barrio al narcotráfico mientras el estado indiferente, incapaz o cómplice se repliega o desaparece. No ha sido el escepticismo ante liderazgos fallidos la expresión dominante, sino una participación explosiva a través de infinidad de canales nuevos y creativos, que se han ido tejiendo en movimientos sociales e instituciones intermedias como respuesta a la pasividad, a la mezquindad de intereses sectoriales o la aparición de autócratas –salvadores sin historia– que proclaman mesianismos. Sigue siendo admirable la paciencia de nuestro pueblo ante políticas tan pendulares, tan cambiantes, donde las estructuras del Estado giran desde la asfixia a la iniciativa privada y la compulsión por estar presente en todo, a la prescindencia de quien sólo se percibe espectador –o, cuanto más, tímidamente regulador– de los apetitos de los poderosos.
Somos felices porque es palpable el hambre y sed de justicia, porque hemos aprendido a no ceder ante los arreglos de una democracia corporativa, a movilizarnos cuando unos, otros y aquellos consiguen tajadas en esta patria empobrecida. Somos felices, porque en muchas oportunidades nuestro pueblo en la calle equilibra tanto acuerdo espurio, tanto atropello institucional, tanto afán de lucro a costa de nuestros recursos naturales o de nuestros valores fundamentales. A muchos nos llena de alegría haber sido contemporáneos a la explosión de los movimientos de mujeres, que han sabido luchar por derechos postergados y con vehemencia y creatividad nos han llevado a un nuevo lugar cultural, que es mucho más que la igualdad en el campo laboral o la equiparación de las obligaciones domésticas; un lugar al que todavía le falta infinidad de sitios que recorrer, entre los cuales también está el eclesial.
Nos felicitamos porque en todos estos años difíciles y complejos siempre hemos optado por la paz; y aun cuando la violencia de unos pocos ha teñido nuestros barrios y calles, cuando el lenguaje de algunos y las estrategias de algunos medios de comunicación han sembrado la intransigencia, el internismo y la exacerbación de las diferencias, siempre ha primado volver a reconocernos hermanos y compañeros de camino. Ante la incapacidad de consensos sociales idóneos para sostener modelos de desarrollo, nuestro pueblo, pacíficamente, nos enseña que “nadie se salva solo”, que siempre es mejor resignar algún beneficio propio para disminuir la carencia de otros.
En este punto del camino, en este remanso de esta escarpada subida para ser patria, somos muchos los que nos admiramos ante los valores democráticos de nuestro pueblo. Nos reconocemos en ese sentimiento dominante de enojo, de fastidio por la infinidad de oportunidades perdidas, por una democracia que participa las penas, pero se reserva los favores sólo para algunos. Sin embargo, miramos al costado y también descubrimos en los ojos de tantos, de casi todos, un anhelo de Patria, de casa común, de mesa donde haya lugar para todos.
Algunos de nosotros, como muchísimos más que no tienen la posibilidad de escribir en un diario, estamos orgullosos de ser parte del pueblo de la Nación Argentina que ha vivido cuarenta años ininterrumpidos de democracia, lo “felicitamos” y en él queremos reconocernos. Admirados por su fuerza, con él soñamos que esta “tierra de nuestros padres” sea ocasión de felicidad para todos los que la habitan; aspiramos y nos comprometemos a reconstruir esta Patria desde los valores que perduran en nuestro pueblo y de los que somos deudores.
Hace dos meses, el papa Francisco les ha dicho a los jóvenes que caminen, pero que lo hagan hacia adelante, que sepan discernir para no perderse en un laberinto; lo hizo en ocasión de la Jornada Mundial de la Juventud cuyo lema –referido a la Virgen María– era “se levantó y fue sin demora”. Quizás sea el momento de levantarnos para ir sin demora. Quizás esa “muchacha humilde de Palestina” nos marque un camino de servicio que acabe con esta orfandad, un camino largamente sostenido por nuestro pueblo y que precisa de una dirigencia que sin demora nos saque de este laberinto en la que ella misma nos puso.
Obispo electo de la Diócesis de Rawson