Sarmiento, un presidente atípico
Se cumple hoy un siglo y medio del día en que Domingo Faustino Sarmiento recibió de manos del entonces primer magistrado saliente Bartolomé Mitre los atributos del mando presidencial. Fue una ceremonia austera, precedida por el juramento ante el Congreso, que funcionaba a pocos pasos de la sede del gobierno, oportunidad en la que el ilustre sanjuanino trazó a grandes rasgos su programa.
Un año antes, cuando comenzaban a manifestarse las candidaturas para regir los destinos del país, Sarmiento, que se desempeñaba como embajador en Estados Unidos, había expresado su anhelo de brindar sus conocimientos y entusiasmo en favor de la República y de constituirse en una instancia superadora de los núcleos políticos que venían rigiéndola desde la batalla de Caseros. En carta a su amigo el tucumano José Posse del 20 de septiembre de 1867, le dijo: "Por mi parte, y esto para ti solo, te diré que si me dejan le haré a la historia americana un hijo. Treinta años de estudio, viajes, experiencia, y el espectáculo de otras naciones que aquellas de aldea me han enseñado mucho".
Sin desatender sus obligaciones como diplomático, empeñado en instaurar vínculos educativos, culturales, científicos y tecnológicos con Estados Unidos, mientras sufría el duelo de la muerte de su hijo Dominguito en las trincheras de Curupaytí, aguardaba cada buque que le traía noticias del proceso electoral de su patria. Las combinaciones que levantaban candidatos como Rufino de Elizalde, promovido por el presidente Mitre; el jefe del autonomismo, Adolfo Alsina, y el general Justo José de Urquiza no lograban afirmarse, mientras la candidatura de Sarmiento, surgida entre la juventud que combatía en Paraguay e impulsada por Lucio V. Mansilla y el general Emilio Mitre, hermano del primer mandatario, ganaba voluntades en distintos puntos del país y prometía obtener los electores necesarios para la victoria.
En julio de 1868 se embarcó en el vapor Merrimac y al llegar a Brasil, el 17 de agosto, recibió emocionado la noticia de su elección.
A partir del 12 de octubre de 1868, el presidente atípico que era Sarmiento, quien abandonaba a altas horas su despacho de la Casa de Gobierno para dirigirse a la redacción de El Nacional, escribir artículos y a veces componerlos en los talleres, desarrolló una labor denodada pero sistemática. Promovió la inmigración, sin temor de abandonar el modelo de los hombres de su generación, que él mismo había profesado, de traer familias del centro de Europa, desechando a las provenientes de los pueblos del meridión. Impulsó la industria autóctona, que para el año en que concluyó su desempeño era una modesta pero prometedora realidad; conjugó el apoyo a la colonización agrícola con el fomento entre sus componentes de sentimientos cívicos; generó un nuevo tipo de soldado y marino atenido a la subordinación al poder civil y formado según la ciencia y el arte de su oficio, mediante la creación del Colegio Militar de la Nación y la Escuela Naval; constituyó un polo cultural de primera línea en Córdoba, al agregar a las carreras tradicionales nuevas disciplinas prácticas, como la agricultura, dar vida a la Academia Nacional de Ciencias y promover la construcción del Observatorio Astronómico, al frente del cual puso a un sabio respetado en todo el mundo como Benjamin Gould, con quien había intimado en los Estados Unidos de la mano de la educadora Mary Mann. Córdoba sería también la elegida para concretar la gran exposición de los productos que la Argentina podía ofrecer al mundo y para poner en marcha otra obra indispensable: el ferrocarril que llegase a Tucumán y comunicara el noroeste con los puertos del litoral.
Ejerció en plenitud sus facultades constitucionales y supo ser el comandante en jefe de las Fuerzas Armadas cada vez que la rebelión alzó la cabeza. Combatió sin vacilaciones dos alzamientos de Ricardo López Jordán en Entre Ríos, la primera vez a raíz del asesinato de Urquiza, y derrotó la revolución de 1874, en que su antecesor en el gobierno aceptó ponerse al frente para impedir la asunción de Nicolás Avellaneda. En las relaciones exteriores, compartió la generosa fórmula de su canciller Mariano Varela: "la victoria no da derechos", al concluir la guerra contra el Paraguay, y se mantuvo firme ante las pretensiones del Imperio del Brasil luego de finalizada la contienda.
Hizo cuanto estuvo en sus manos para caminar hacia la República verdadera, y al bajar del gobierno emprendió otras batallas, sin que hicieran mella en su carácter la vejez, la sordera y la incomprensión de algunos de sus contemporáneos, casi hasta el día mismo en que su corazón cansado se detuvo para siempre.
Miembro de número de la Academia Nacional de la Historia