San Martín, primera Navidad en el exilio
Se cumplen 200 años de la primera Navidad del general San Martín lejos de su patria, cuando lo encontró en la ciudad de Bruselas, Reino de los Países Bajos, sin imaginar que jamás volvería a pisar suelo argentino. El General había decidido dejar de residir en Londres, embarcándose apenas unos días antes de Navidad para cruzar el canal de la Mancha y llegar a Ostende. Lo acompañaban su hija Merceditas, quien estaba en receso escolar del colegio londinense; su hermano Justo Rufino, y su criado Eusebio Soto.
Transitaron en diligencia los 90 kilómetros que los separaban de Bruselas y llegaron por la tarde. El señor Gentille ya les había reservado alojamiento en el Hotel Flanders, que hoy no existe, muy bien ubicado sobre la Rue de la Violette, a pocas cuadras de la Grand Place en el centro histórico y muy próximo a la catedral Saints Michel et Gudule.
La Grand Place era el centro comercial más importante de la época. Allí, durante el día, salían a la venta los más variados productos. Los comerciantes ocupaban el amplio espacio de esa hermosa plaza gótica que en la proximidad de la Navidad ofrecía un clima festivo. El movimiento comenzaba poco después de las 10 y continuaba hasta más allá de las 17. En pleno invierno, con las temperaturas bajo cero y habituales nevadas y neviscas, el consumo de bebidas alcohólicas era importante como forma de paliar las inclemencias del tiempo. Entre las más comunes se destacaban los diferentes tipos de cerveza de muy buena calidad y el vino tinto caliente especiado que gustaban saborear el General y su hermano, junto a diferentes chocolates que acompañaban con ginebra, en forma moderada, recordando el cruce de los Andes.
Si bien la prioridad del General era buscar una vivienda permanente, la cercanía de las Fiestas los hizo permanecer en el hotel hasta que Merceditas regresó al colegio de Londres, los primeros días de enero de 1825. Lamentablemente, los registros del Hotel Flanders de la ciudad de Brujas (de la misma familia propietaria del hotel homónimo de Bruselas que funcionó entre 1806 y 1867) no contienen datos al respecto. Volviendo a la familia San Martín, los días de diciembre eran muy fríos, con alta humedad y nubosidad permanente. A pesar de eso se sentían cómodos, en un hotel familiar, bien ubicado y calefaccionado.
Casi todos los días iban a caminar por la Grand Place, rodeada de inmuebles de estilo gótico, pertenecientes a las sociedades comerciales o gremios más importantes (cerveceros, panaderos, chocolateros, arquitectos, pintores y artistas y vendedores de carnes de pavo o de cerdo, por mencionar las más caracterizados). Como recibían comerciantes y público del interior y países vecinos, el movimiento era intenso.
La Navidad en ese tiempo era una festividad esencialmente religiosa, celebrada exclusivamente en familia. El 25 de diciembre y los días anteriores se vivían con particular entusiasmo, conmemorativo del nacimiento del niño Jesús. El bullicio de la gente en la plaza era acompañado de villancicos que contagiaban alegría. Se iba a misa y se almorzaba en familia a las 12, como era la costumbre. Seguramente los San Martín concurrieron a la celebración de la catedral Saints Michel et Gudule, o a la iglesia Notre Dame du Sablon, del siglo XI, que se encontraba cerca del hotel, en el barrio del Sablón, zona del centro donde hay una plaza importante que hace referencia a la ocupación de los españoles en el siglo XIV.
Es probable que la familia haya almorzado en la Sociedad de Comercio, en plena Grand Place, lugar donde posteriormente San Martín tendrá un abono para almorzar de lunes a viernes. Era uno de los edificios caracterizados de la plaza, con un restaurante en su planta baja y las oficinas en sus pisos superiores.
El General se sentía muy cómodo en esta ciudad cosmopolita. Apenas contaba con 80.000 habitantes y todo era más económico que en Londres. Poco después, ya instalado en su nuevo hogar, de la calle Fiancée 1422, le escribe a su entrañable amigo Bernardo O’Higgins: “Vivo en una casita de campo, a tres cuadras de la ciudad, en compañía de mi hermano Justo; ocupo mis mañanas en la cultura de un pequeño jardín y en mi taller de carpintería; por las tardes salgo a paseo y las noches en la lectura de algunos libros alegres y en papeles públicos; he aquí mi vida. Usted dirá si soy feliz. Sí, amigo mío, verdaderamente lo soy. A pesar de esto ¿me creerá usted si le aseguro que mi alma encuentra un vacío que existe en la misma felicidad? ¿Sabe usted cuál es? El de no estar en Mendoza. Usted reirá, hágalo, pero le protesto que prefiero la vida que seguía en mi chacra a todas las ventajas que presenta la culta Europa y sobre todo este país, que por la libertad de su gobierno y seguridad que en él se goza le hace un punto de reunión de un inmenso número de extranjeros. Por otra parte, lo barato de él no guarda proporción con el resto de Europa. Basta decir a usted que por mi casa compuesta de tres piezas perfectamente tapizadas y un jardín de más una cuadra pago al año mil francos (200 pesos) y así en proporción todo lo demás”. Pensamientos que ponen en relieve la simpleza y austeridad de la Primera Espada de la patria.
Continuaba afirmando: “Mi juventud fue sacrificada al servicio de los españoles; mi edad mediana al de la Patria; creo que me he ganado mi vejez”. Por fin había llegado el ansiado y merecido reposo del guerrero. En esos días recibía otra gran noticia: la victoria de Ayacucho, el 9 diciembre de 1824, batalla que dio la libertad definitiva a los pueblos americanos del sur, donde participó su regimiento, Granaderos a Caballo.