Salvatore y después
Carlos Bilardo acaba de retirarse de la Selección argentina y todavía no se explica por qué lo odiaban los menottistas
En 1905, la oleada inmigratoria caía torrencialmente sobre la Argentina, sepultando la historia de unitarios y federales, indios y cristianos, fortines y boleadoras. Todo aquello quedó cubierto por una nueva nación de inmigrantes italianos, españoles, árabes, polacos, rusos, ucranianos, irlandeses, japoneses y croatas.
Justamente fue en ese año cuando desembarcó aquel muchacho siciliano de nombre Salvatore, nacido en Mazzarino, provincia de Caltanissetta. Lo acompañaba un grupo de jóvenes aventureros. Todos huían de Europa, sus hambrunas y sus guerras. Los atraía la leyenda dorada de la Argentina, aquel país donde se pagaban buenos sueldos y casi regalaban la carne y el trigo.
Se instalaron en un barrio llamado "La Paternal", aunque figuraba en el mapa oficial de la Capital como "Villa General Mitre". Levantaron con gran esfuerzo sus casitas a orillas del arroyo Maldonado, que en aquella época partía en dos la joven Capital Federal. Cada vez que llovía, el arroyo desbordaba, inundando viviendas y terrenos. Salvatore, mientras construía su casa, ubicada en el lote de Gavilán 1685, trabajaba en una fábrica de ladrillos. Caminaba 50 cuadras por día para llegar al trabajo. De cualquier modo no tardó en levantar cuatro paredes. Cuando lo logró, escribió a Italia. Allí había quedado su mujer, Caterina. Se habían casado en Mazzarino, pero Salvatore hizo como los inmigrantes de aquel tiempo: viajó solo para instalar una vivienda mínima, y luego mandó llamar a su esposa.
Los atraía la leyenda dorada de la Argentina, aquel país donde se pagaban buenos sueldos y casi regalaban la carne y el trigo.
Cuando Caterina llegó, se instalaron humildemente en la casa de la calle Gavilán. Ella quedó pronto embarazada y nació Calogero. Un tanito más, de la calle. Por aquel tiempo estaba poniéndose de moda un nuevo juego llamado foot-ball, que habían traído los ingleses, también inmigrantes, contratados para la construcción de los trenes, las vías y los puertos. La gente enloquecía por aquella pelota de cuero marrón. Se fundaban clubes, se construían pequeños estadios. Era un furor. Pasaba a segundo plano el deporte del pueblo: la pelota vasca.
Calogero iba a la escuela, por supuesto: había que cruzar un puentecito sobre el arroyo Maldonado. Pero el sábado y el domingo, el tanito iba con sus amigos a la cancha. Los sábados, a ver a Argentinos Juniors. Los domingos, un poco más lejos, a Boedo, a ver a San Lorenzo de Almagro.
El siciliano Salvatore se apuntó en las cuadrillas contratadas para entubar el arroyo Maldonado. Tanto su hijo, Calogero, como otros tanitos del barrio, todos vecinos de Gavilán entre Juan B. Justo y Deseado (hoy llamada Remedios Escalada de San Martín) participaron de un cuadrito de barrio llamado "Laureles Argentinos". La camiseta era de color azul y blanco, a rayas verticales. El equipo jugó muchos campeonatos de barrio y amistosos o "desafíos" contra otros cuadros.
Mientras tanto, Calogero aprendía el trabajo de carpintero o ebanista, uno de los oficios favoritos de la vieja Italia, donde se llamaba, y aún se llama, "falegname". El muchacho pagaba por aprender trabajando. Su papá, don Salvatore, le daba dinero a un artesano que tenía su taller cerca de la cancha de Argentinos Juniors, para que le enseñara el oficio al pibe. Diría Salvatore, sin duda, "il pivetto". Unos años después, el muchacho, ya carpintero hecho, se asoció con dos señores para desarrollar su propio negocio. Los socios se llamaban Pepe y Blanco, de apellido. Hacían roperos, mesas, mesitas de luz, cómodas y sillas a pedido. Más adelante, en un terreno que su padre Salvatore había comprado en la calle Deseado ni bien llegó de Italia, a la vuelta de su casa, edificó las paredes de un galpón que, con el tiempo, se convertiría en una importante fábrica de muebles. Es que Calogero trabajaba como sólo saben hacerlo los italianos, hijos de la única "República Fondata Sul Lavoro" que existe en el mundo. Desde las siete de la mañana hasta el mediodía, y desde la una hasta las siete de la noche. Más adelante se independizó de sus socios, agrandó la fábrica, ganó dinero y prestigio. A mediados de la década de 1960, llegó a contratar 50 empleados.
Por aquel tiempo estaba poniéndose de moda un nuevo juego llamado foot-ball, que habían traído los ingleses
Los once jugadores de "Laureles Argentinos" mantuvieron la barra unida. Organizaban asados, bailes y juegos de Carnaval. Todos se casaron con chicas de esas cuadras, que eran conocidas como "El Fortín Boquerón". Calogero formó familia con otra italiana (aunque de Lombardía) llamada María Angélica Digiano, con domicilio en Gavilán y Magariños Cervantes. Antes de casarse, María Angélica trabajaba en un taller de lavado de telas, ubicado en el cruce de Magariños Cervantes con Andrés Lamas y bautizado "El Lavadero de Flores".
En la zona había, también, dos fábricas de cigarrillos muy populares: Fontanares y Particulares. Los obreros vivían en las proximidades. En aquel tiempo se valoraba mucho habitar cerca del empleo. A la salida del trabajo, sobre las seis de la tarde, cientos de habitantes de la barriada obrera se volcaban a la calle.
Calogero y María Angélica de casaron, instalándose en seguida en una "piecita" alquilada en la calle San Blas. A metros de la cancha de Argentinos Juniors. En cuanto nació el primer hijo varón, la pareja tuvo que mudarse a la casa de don Salvatore, en Gavilán 1685.
Aquel hijo varón fue Carlos Salvador Bilardo, médico y periodista deportivo, jugador de San Lorenzo y Argentinos Juniors, el único técnico que llevó a la Selección Argentina a la final mundial, dos veces, ganando una.
Una vez le pegaron una bofetaba en su casa, a los 15 años, por volver demasiado tarde: había acudido a ver al músico Oscar Alemán, el padre de Selva Alemán, quien actuó para carnaval en la Cancha de Racing. Se le hicieron las tres de la mañana.
A los 17 años entró al café "La Puñalada" por primera vez, con tan mala suerte que cayó la policía y lo llevaron a la comisaría 50, detenido por ser menor de edad. El papá, don Calogero, lo pasó a buscar y, de vuelta a casa, todo el camino lo apostrofó: "Vago, atorrante, sinvergüenza". Bilardo lo sintió como una injusticia, porque él trabajaba y estudiaba. En aquel entonces, los ídolos de la juventud eran tres jockeys excepcionales: Aníbal Etchart, Ireneo Leguisamo y Ramón Ciafardini. De todos modos, para concurrir a las carreras de caballos había que tener los dieciocho cumplidos. Bilardo se vestía de traje y corbata, se peinaba con gomina y lograba un aspecto adulto, pero en la puerta del hipódromo de Palermo los guardias le preguntaban:
Aquel hijo varón fue Carlos Salvador Bilardo, médico y periodista deportivo, jugador de San Lorenzo y Argentinos Juniors, el único técnico que llevó a la Selección Argentina a la final mundial, dos veces, ganando una.
-¿Documentos?
-No tengo, me los olvidé en casa.
Otra frustración.
Bilardo admiraba también al crack de San Lorenzo René Pontoni, que supo dirigirlo en las divisiones inferiores del club. En esa época le gustaba gambetear y no podía soltar la pelota, aunque ya como jugador profesional fue un mediocampista rústico. Todo cambió, y en ese carrousel pasan nombres como Gloria (su mujer) Maradona, Menotti, Grondona, Zubeldía, Pachamé, Etchecopar.
Carlos Bilardo acaba de retirarse de la Selección argentina y todavía no se explica por qué lo odiaban los menottistas del diario "Clarín". Se está yendo del fútbol sin entender el odio.
Después de esta historia: ¿Cómo podemos no amar a los italianos?.
(Fuente: Doctor y campeón, de C.S. Bilardo)
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