Salir de la pobreza es una tarea que requiere de toda la comunidad
Reducir la pobreza puede considerarse como el máximo desafío de la humanidad, en especial si pretendemos tener un futuro sostenible, ya que la que se considera sustentabilidad social repercute –y condiciona– a la sustentabilidad medioambiental y al desarrollo económico. El desarrollo económico, social y medioambiental son los tres pilares del concepto de sustentabilidad.
Reducir la pobreza es un propósito que el hombre mantiene desde los inicios de la humanidad y al que le ha brindado buena parte de sus energías y desvelos, con algunos logros parciales dignos de ser considerados épicos. Entre ellos se destaca que en los últimos 200 años la extrema pobreza en el mundo se redujo del 75,43% de la población de aquel entonces al 8% de la actual (según datos del Banco Mundial); esta buena noticia se contrapone a la que presenta el profesor de la Universidad de Oxford Max Roser –codirector de Global Change Data Lab–, quien señala que la pobreza (que incluye la extrema pobreza) en la actualidad no solo alcanza al 58% de la población global, sino que es justo considerar que aquellas personas que viven en el primer mundo con menos de 30 dólares diarios también tienen que ser consideradas pobres, llevando entonces la participación de la pobreza en la población mundial al 84% (en la Argentina, según el Indec, cerramos 2023 con 19,4 millones de personas pobres, el 41,7% de la población, con un 11,9% de indigentes.
No alcanza con lo que hacemos. Este escenario convive con un volumen de ayuda destinada a reducir la pobreza que se incrementa sin cesar comenzando por la información que nos brindan los “voluntarios ONU”, quienes señalan que, “según recientes estimaciones, anualmente más de un total de 3000 millones de personas realizan actividades de voluntariado en el mundo”. Esto significa que el 37,5% de las personas en el mundo están dispuestas a poner su tiempo y energía a favor de sus semejantes (si tomamos los países más poblados del mundo, este número equivaldría a que el mundo contara con la población completa de China + India + Estados Unidos al servicio de sus semejantes).
En términos de dinero, los números no son menores; solo The Giving Pledge, el club fundado por Bill Gates y Warren Buffett, que reúne a multimillonarios, dispone de quinientos mil millones de dólares para filantropía. Según GivingUSA.org, solo en los EE.UU. –país caritativo con cuentas claras– recaudó US$499.300 millones (cuatrocientos noventa y nueve mil trescientos millones de dólares) destinados a combatir la pobreza.
Los datos ponen en evidencia que los enormes esfuerzos –en términos de voluntades, energías, recursos, fondos…– no logran reducir la pobreza, por lo que es pertinente indagar variantes en la forma de ayudar para lograr la necesaria base de apoyo que reclama la sustentabilidad para cumplir con su propósito de facilitar un futuro mejor, abarcador y sostenible.
Hay razones de peso. Reducir la pobreza no consiste en una cuestión distributiva –en la que si comparto no dejaré de ser rico, pero quien reciba lo que doy se acercará a serlo–, porque la riqueza no se comparte; la riqueza se genera. Si pretendemos reducir la pobreza, no lo lograremos haciendo por los pobres lo que ellos no pueden hacer por sí mismos, como tampoco lo conseguiremos compartiendo con ellos nuestro dinero o recursos, porque de esa forma solo lograremos transformarlos en dependientes; y la dependencia es quizás el mayor impedimento para abandonar la pobreza.
La pobreza es el extremo diametralmente opuesto a la riqueza, y el tránsito desde la pobreza hacia la riqueza es el único camino sostenible para abandonarla, camino que podemos identificar como “senda de la prosperidad”, ya que la riqueza se suele vincular con el exceso obsceno de dinero y lo que perseguimos cuando buscamos abandonar la pobreza es la riqueza que permite satisfacer las necesidades básicas con una capacidad de ahorro impulsada por la voluntad, ambición y expectativas de cada uno.
Hay que ayudar para que deje de ser necesario seguir ayudando. La historia de los últimos años –la que coincide en gran medida con la reducción de la pobreza extrema– estuvo basada en la educación, potente herramienta para el progreso humano y, en especial, para la movilidad social ascendente. Pero los tiempos cambiaron y si bien la educación tiene la capacidad para adecuarse a los nuevos desafíos, reclama un tiempo del que una comunidad con más de la mitad de la población pobre no dispone para esperar el tránsito con paciencia.
La solución está en manos de quienes estamos dispuestos a ayudar –los números expuestos antes ponen en evidencia que somos muchos– y esa ayuda requiere reordenarse para ser eficiente. Si no la brindamos para cambiar para mejor la realidad de quien la recibe, vale la pena cuestionarla. Si coincidimos en que la diferencia entre ricos y pobres no es la disponibilidad de dinero, sino su capacidad para generar recursos con autonomía, será simple notar que eso es posible a través de la disponibilidad de talentos, aquellos que nos hacen aptos para llevar a cabo una ocupación que genere recursos.
Ayudar compartiendo nuestros talentos –los que, al ser compartidos se enriquecen con el intercambio– modificará la realidad de forma dramática: permitirá saltar por encima del entorno de pobreza para divisar la salida, como ocurre en los laberintos, pero reclama una condición: debemos hacerlo de forma integral. Compartir talentos implica transmitir los secretos de un oficio, actividad, desempeño rentable con todos sus ingredientes necesarios más los accesorios, que suelen resultar decisivos.
Imaginemos que la pasión de la persona a la que decidimos ayudar es la de producir y vender panchos en un carrito que pueda llevar a la zona donde haya concentración de público. Los talentos a compartir con él serán variados: deberemos convocar a quienes puedan confiarle los secretos para construir el carrito de venta –también para que lo pueda mantener, y mejorar, cuando sea necesario–; a quienes le transmitan los secretos de la cocción y los componentes claves –caldos, condimentos, materia prima–; a quienes le enseñen cómo ofrecer su producto, a qué precio, con qué apelaciones; a quien comparta las claves de la persuasión y la atención a clientes; a aquellos que le informen cómo abrir una cuenta, cómo cobrar y cómo pagar; a quienes le inculquen los conceptos necesarios para saber que con cada acuerdo hay derechos y obligaciones. También a quienes le transmitan cómo elegir a sus empleados –cuando los necesite–, cómo pagarles y qué vínculo tener con ellos.
Seremos muchos a favor de uno. El problema de la pobreza es un problema de la comunidad y es la comunidad la que debe resolverlo. Los actos heroicos individuales no suelen funcionar. Así, luego pasar a otro, y al siguiente, logrando lo que los cursos no consiguen y lo que la ayuda –tal y como la conocemos hasta ahora– tampoco logra: dejar a cada persona enriquecida por los talentos recibidos para que recorra con libertad e independencia un camino de progreso, aquel que la aleja –sin retorno– de la pobreza.
Si desde que el hombre es hombre existen los pobres y llegamos hasta acá con más de la mitad de la población global en situación de pobreza, es un buen momento para innovar y buscar nuevos caminos –por favor, no olvidemos que mientras haya una persona pobre en nuestra comunidad, todos seremos pobres–; y esa es una realidad que todos merecemos modificar, para mejor.ß
Experto en sustentabilidad, autor de Lazos comunicantes y Ayuda sustentable