Saer, una memoria a medio borrar
¿Les gustaría ir a la playita de Nadie, nada, nunca?, preguntó Paulo Ricci en medio de la ruta, camino a Rincón, en donde nos esperaban para una cena de bienvenida. Eran las nueve de la noche cuando, después de dar varias vueltas por la zona de quintas, los focos de su auto iluminaron un cartel que decía "Balneario Municipal". También iluminaron un molinete oxidado y la barrera metálica que había que atravesar para llegar hasta el río. En segundos estábamos ahí, en la terracita de cemento y mirando fijo el Paraná oscuro y barroso, un río vuelto memorial por fuerza de la literatura. A la izquierda había un par de casas y una seguro era la del Gato Garay, dijo Paulo. Beatriz tenía frío y emprendió la vuelta enseguida. El celular de Matilde volvió a sonar y se fue para el auto, mientras respondía la llamada. Yo no podía quitar la vista de un sauce raquítico y agitado por el viento húmedo. Ya en el restaurante, mientras pasaban las empanadas de surubí, Beatriz contó que habíamos estado en la playa y que pese a que era de noche lo habíamos visto todo. "Aun con este frío estaban los chicos jugando en el agua y también estaba ahí el bañero iluminado...", dijo.
Llegué a Juan José Saer hace muchos años y de la mano de una maestra, Beatriz Sarlo. Soy de las privilegiadas que estudiaron con ella antes de que regresara a la universidad pública con la vuelta de la democracia y fui también de sus primeros alumnos en su cátedra de Literatura Argentina, por lo que conocí la literatura de Saer cuando Sarlo nos señalaba que ahí había algo grande; que había, ahí, alguien grande para descubrir. Tuve más tarde la oportunidad de entrevistarlo cuatro veces. De alguna de esas conversaciones queda un humilde registro en un recuadro de un diario, donde se destaca que la charla fue intimista, que Saer dijo que siempre quiso ser poeta y que el primer libro que leyó fue una versión para niños de Moby Dick. Leo y pataleo en vano: quiero más de aquella charla y no tengo cómo darme el gusto?
La cuarta vez que lo entrevisté fue para un libro que finalmente no fue, un libro que proyectábamos hacer con Daniel Mordzinski. Siguen las frustraciones: apenas recuerdo una bochornosa siesta de enero en Balvanera, en la terraza del cineasta Nicolás Sarquis, el amigo de Saer, y un intercambio agobiado por el calor. No queda más documento de ese momento que las fotos de Daniel porque, desafortunadamente, de las charlas en la Feria y en aquella terraza no conservo grabaciones y nunca las escribí; solo sé que sucedieron, escuálidas huellas prueban que sucedieron.
Lo poco que cuento lo reconstruí en estos días, luego de que el crítico y poeta Martín Prieto me escribió para contarme que estaba compilando un libro de entrevistas a Saer y que había seleccionado una de las mías para integrar el volumen. Recordaba bien esa entrevista elegida por Martín, pero no había versión digitalizada y no tenía copia de papel. Gentilmente, me envió una fotocopia por correo desde Rosario. La recibí con entusiasmo, tenía un tesoro en mis manos, pero pronto lo sucedió una mezcla de tristeza y fastidio, un profundo malestar por no tener documentadas aquellas otras charlas que nunca podrán reconstruirse porque no es una cuestión de paciencia o fortuna. Mientras me lamentaba por las entrevistas evaporadas, no podía evitar pensar en todo lo que no pensé aquellas veces, cuando era muy joven y todo era eterno. Pensé en cómo no me di cuenta de que en algún momento no iba a haber más charlas con Saer, de que en algún momento no iba a haber más Saer; me enojé conmigo por no haber podido advertir que alguna vez podría querer recuperar lo dicho por él y pensé, también, algo aún más desolador y es que alguna vez no habrá ni siquiera un yo que recuerde y pueda dar testimonio de aquella siesta ni describir la imagen de un hombre brillante, un escritor lúcido que regalaba literatura en una terraza de fuego.
La boga asada era exquisita, brindamos abundantemente; cierta forma de la melancolía no alcanzó a opacar la celebración de poder estar ahí, en su zona, en su homenaje. Fue la semana pasada, en Santa Fe, durante la inauguración del Año Saer, que concluirá el 28 de junio de 2017, cuando se cumplan 80 años del nacimiento de Juani, como llaman al autor de El entenado y La grande sus amigos, los que cada vez que caminan por San Martín sienten que hacen el camino de Glosa; los que cuentan entre risas historias de cabaret, ginebra, asados y discusiones legendarias. Los que aún recuerdan como si fuera hoy el día que Saer llevó a Borges a Santa Fe en 1967 y que, ilusionados como chicos, van tras las huellas del audio de esa charla porque les aseguraron que esa cinta fabulosa existe.
Twitter:@hindelita