Sacudir la indiferencia
Es el peor problema ambiental de nuestra época, pero la sociedad no parece tomarlo en serio; la Cumbre del Clima de París que empieza el lunes debe impulsar políticas públicas globales y sembrar conciencia para acotar los riesgos
No fue suficiente la imagen de un oso polar sobre un pedazo de hielo flotando a la deriva. Ni la de los glaciares en retroceso. Ni aquellas escenas de inundaciones masivas que arrastran autos como si fueran latas desechadas. Ni los desamparados que, en los techos de casas sumergidas, piden socorro. Nada de todo esto ha contribuido a la conciencia de su causa. El calentamiento global es el problema ambiental más acuciante de nuestro tiempo. Sin embargo, la apatía social al respecto es sorprendente.
El consenso acerca del aumento de la temperatura del planeta como consecuencia de la actividad del hombre se apoya en los estudios de incontables científicos independientes. Todos han arribado a la misma conclusión, incluso por caminos diferentes. Pero tan numerosos como ellos son quienes se resisten a aceptar la real magnitud de la alteración del clima. Muchos subestiman su relevancia. Otros la atribuyen a intereses sectoriales. Y están, y no son menos, los que directamente la ignoran.
Quienes niegan la responsabilidad del hombre en la producción del calentamiento global lo consideran un hecho natural, propio del sistema climático. No admiten que el fenómeno pueda tener relación con la emisión de millones de toneladas de gases contaminantes efectuada durante más de dos siglos. Esta resistencia ante la verdad de los hechos está primordialmente asociada a los intereses corporativos que rechazan la magnitud y hasta la existencia del calentamiento global. Se empeñan, así, en demostrar que no ocurre lo que pasa.
Pero no se trata de creer o no creer. La ciencia ha llegado a conclusiones irrefutables. No obstante, sus pruebas no han logrado todavía alentar una modificación de nuestra conducta social. La falta de políticas públicas capaces de generar una conciencia colectiva del mal al que estamos expuestos contribuye ciertamente al agravamiento de la situación. Los hechos y las cifras no han sido suficientes para persuadir al público, a los formadores de opinión y a las autoridades. Estamos muy lejos aún de comprender la urgencia con que deben emprenderse las acciones indispensables.
La mayoría de los habitantes de nuestro planeta está lejos de haber jerarquizado el cambio climático entre sus preocupaciones principales. Se trata de una insensibilidad muy honda que se funda esencialmente en la idea de que el problema no nos atañe o no es verosímil. Es cierto: la vida de los hombres transcurre bajo apremios de todo tipo que obstruyen la posibilidad de pensar en la Tierra como un ser viviente que reclama nuestra atención y nuestro cuidado. Son otras las preocupaciones que preponderan. Y no son menores: la salud, la educación, el trabajo, la seguridad y el dinero. Se supone, donde el confort abunda, que éste nada tiene que ver con las penurias a las que están o pueden estar expuestos los que no disponen de esas comodidades. En el mejor de los casos, una buena parte de la humanidad, absorbida por las demandas cotidianas, confía en que la capacidad de inventiva y la tecnología lo resolverán todo.
Quizás no se ha generado un sentido de urgencia porque el desafío que implica el cambio climático se presenta como algo no del todo perceptible, como un trastorno menor o como algo que recién tendrá lugar a fines de siglo o sólo en sitios distantes: el Ártico, la Antártida o en islas remotas.
La determinación de los potenciales escenarios de catástrofes y sacrificios no ha inducido al desarrollo de suficientes políticas preventivas. Solamente han provocado una tenue inquietud neutralizada por la indiferencia. En aquellas sociedades donde el confort se ha transformado en algo habitual, las personas no están preparadas para incorporar eventuales privaciones o restricciones en su calidad de vida. No perciben que la índole de ese confort también pone en riesgo al planeta.
De este modo, asistimos a una notoria paradoja. Por una parte, los ciudadanos pertenecientes a las sociedades promotoras del mayor y más sofisticado consumo tienen una conciencia menor o expresan una preocupación más restringida con respecto al cambio climático. Por otra, las sociedades menos favorecidas por el desarrollo –y, que, por lo mismo, contribuyen en escasa medida a alterar el clima– resultan ser las más afectadas. En suma, las sociedades responsables del calentamiento son las más indiferentes y las que suelen desentenderse de las consecuencias climáticas derivadas de sus acciones.
El gran desafío, entonces, es cómo revertir esa irresponsabilidad, evidenciando que la lucha no es contra el progreso, sino contra el exceso. Lo difícil de comprender, y en consecuencia de aceptar, es que para mitigar los graves daños ambientales que ya ocurren y ocurrirán, sea preciso empezar ahora a tomar medidas preventivas. Por eso, resulta importante que los países alcancen un acuerdo en la Cumbre del Clima que se iniciará en París este lunes. Se trata de evitar que el aumento de la temperatura supere los dos grados a fines del siglo. Según los expertos, exceder esos dos grados tendría consecuencias peligrosas, como la multiplicación de sucesos meteorológicos extremos que acentuarían los riesgos para la vida en el planeta.
Existe un fuerte consenso científico sobre el cambio climático como producto de la acción humana. Ahora necesitamos voces confiables que compartan nuestros valores y puedan difundir este mensaje. Es preciso que esas voces tengan capacidad de conmover a sus oyentes y despertarlos. En cada comunidad hay personas y grupos con predicamento propio, con frecuencia mayor y más eficaz que el de los "grupos de cambio climático". Clubes, organizaciones sociales, sindicatos, escuelas cuentan con líderes que se han consagrado a actividades éticamente consistentes. Algo similar ocurre con artistas de diversos campos y personas que, en tiempos en que la política no goza de tanta credibilidad, trabajan fuera del terreno estrictamente partidario. Todos ellos pueden brindar al tema una proyección social hasta ahora no lograda y vencer la indiferencia colectiva. Quizás en esas voces el mensaje sea más poderoso y su incidencia, más eficaz.
En este contexto, las iglesias de todos los credos cuentan con un alto potencial de persuasión. Por cierto, la reciente encíclica Laudato si’, del papa Francisco, no es sino un llamado a la población mundial para que se abra a la conciencia de los dramáticos riesgos que amenazan a la Tierra.
Creemos que son contraproducentes los mensajes que promueven culpabilidad y los escenarios de incertidumbre e impotencia que suelen difundirse. La convocatoria al cuidado del planeta debería ir de la mano de su celebración, llevando adelante acciones concretas: rediseñar nuestras ciudades para que sean más sustentables; mejorar los transportes públicos; desarrollar energías limpias y retirar paulatinamente los subsidios a los combustibles fósiles; promover la innovación en tecnologías de bajo consumo de carbono; detener la deforestación. Se trata de integrar la calidad climática a las agendas como una dimensión clave en los niveles de decisión gubernamentales y privados. Una sociedad éticamente más rica debe ser, al mismo tiempo, una sociedad más equitativa y con mejor calidad de vida.
Hay, pues, una tarea. La Tierra nos exige instrumentar una educación que conjugue la responsabilidad cívica y la conciencia planetaria. Y es sin duda esperanzador que ya se lo esté haciendo mediante acciones como la recuperación y el reciclado de residuos, el control de la deforestación, la instalación de energías limpias o el uso de transportes no contaminantes. Se trata de profundizar con decisión medidas ya en marcha que permiten combatir la apatía frente al cambio climático.
En el dramático contexto de los recientes atentados ocurridos en París, la Cumbre del Clima coloca a los líderes políticos ante la responsabilidad de promover un acuerdo para evitar que la temperatura del planeta aumente en más de dos grados respecto de la era preindustrial. Ya se ha deliberado bastante. Es hora de tomar decisiones. Tenemos que prevenir el desastre. No hay otra forma de legar a las próximas generaciones un planeta en condiciones de habitabilidad. Ésta es la cultura del futuro. Una cultura que, al decir de Francisco, enfrente definitivamente la globalización de la indiferencia.
Castelli es director Ejecutivo de la Fundación Naturaleza para el Futuro y Kovadloff, poeta y filósofo