Sabiduría funeraria en tiempos del coronavirus
Los mitos, las religiones, la filosofía y el arte, más aun, casi todas las esferas de la vida humana nacieron de un sentimiento universal: el temor a la muerte. De allí que los dos sentimientos más poderosos de la religión, capturados luego por la política, fueron el temor y la esperanza que lo complementa: el temor a la muerte y la esperanza en la Bienaventuranza eterna, dicho más prosaicamente, en el anhelo de sobrevivir.
En nuestra sociedad secular, una vez separados el orden religioso del orden moral y el orden moral del orden político, el temor a Dios se transfiguró en el temor a la ley moral y a la ley positiva. Kant forjó la ilusión de que el ser humano, por ser racional, podría dictarse la ley a sí mismo. Ya no se trataba, pensaba Kant, de que la moral fuera heterónoma, de que fuera impuesta por ese temor a Dios ante el cual la criatura humana se postraba. De allí en más, con la Ilustración, el hombre alcanzaría la mayoría de edad y podría dictarse la ley autónomamente, ser el autor y el ejecutor de la norma, "la ley moral", que residiría en cada sujeto autolegislador que se ordenaría la ley a sí mismo. Pero el sueño de la razón, como se dijo, engendra monstruos. Y el hombre no pudo ser legislador en su más pura singularidad. Una vez debilitado el temor de Dios, sólo persistió residualmente el hierro de las instituciones y de la ley.
Pero ninguna ley puede contra la ley de la naturaleza. El Covid-19 nos recuerda que no hay nada más igualitario que la muerte. Vivimos en una especie de ruleta rusa en cuyos giros se puede sucumbir por apenas pasar un salero en un almuerzo entre compañeros de trabajo, como se descubrió tempranamente en Munich, Alemania, hecho fortuito que permitió salvar miles de vidas. Es la única certeza que nos acompaña desde siempre, si bien nos la solemos representar como un horizonte que se nos viene encima recién cuando sentimos el peso de la enfermedad y, finalmente, de la agonía. Pero en rigor de verdad, por más atemorizados que vivamos bajo el yugo de la pandemia, vivimos con el mismo riesgo de siempre. La diferencia es que mientras que solemos sentirnos inmortales -porque nadie vive, para ser precisos, la experiencia de su propio fin-, hoy la muerte se presenta como una amenaza tan viscosa, tan intangible como amenazante.
Sin embargo, la enfermedad como el preludio de la muerte no es una verdad axiomática. Lejos de eso, en América Latina nos acostumbramos a la muerte del otro. Por múltiples variables -la corrupción, la desigualdad, la naturalización de la transgresión de las normas-, 44 de los 50 países, y 23 de las 25 ciudades con mayor número de homicidios del mundo se encuentran en América Latina, región en la que conviven el 8 % de los habitantes del globo pero en donde se producen el 40 % de los homicidios.
Ante este escenario, la aparición del coronavirus dio lugar a una esta experiencia inédita en la historia moderna, donde la sociedad se convierte en un enorme laboratorio a cielo abierto. En una nota firmada por Franklin Briceño para Associated Press News, el autor pasa revista a las tasas de homicidios en algunos de los países de la región más violenta del globo. El Salvador registró apenas 65 asesinatos en marzo, un descenso histórico si se lo compara con los 600 por mes de hace unos años. Guatemala también reportó descensos en la incidencia delincuencial. En Perú, los delitos cayeron 84% luego de que el país casi se paralizara durante el día y anulara su vida nocturna. Según la fiscalía de Colombia, durante el fin de semana festivo del 21 al 23 de marzo, hubo 49 homicidios, 100 menos que en el mismo período de 2019. Registros semejantes fueron informados en la Argentina: en la provincia de Salta -limítrofe con Bolivia y zona de paso de drogas- la policía reportó la baja de delitos en 50%. Las autoridades de Buenos Aires señalaron que los asaltos a peatones bajaron casi 90% una semana tras el comienzo de la cuarentena el 20 de marzo. Los puestos de control de vehículos desalentaron a los motochorros, al ver bloqueadas sus habituales rutas de escape. En la provincia de Buenos Aires, con un tercio de la población argentina, las fiscalías comprobaron la disminución de investigaciones por robos.
Pese a los datos irrefutables recogidos de la experiencia de la pandemia, los operadores judiciales locales se aferran, como a un madero que se desintegra por su vetustez, a defender los derechos humanos de quienes transgredieron, precisamente, los derechos humanos de inocentes. Hace unos días, el juez Víctor Violini reclamaba en un canal de televisión que "los presos están todos en riesgo", que mantenerlos en cuarentena en las prisiones "es digno de Torquemada" y que enviarlos a sus casas es "una cuestión humanitaria". Y en una dudosa representación del tribunal de Casación de la provincia de Buenos Aires, él solo liberó a cientos de presos -asesinos y violadores entre ellos- con la excusa de un coronavirus hasta el momento inexistente intramuros, dando por supuesto que liberarlos les auguraba un lugar más seguro que un espacio cerrado, protegido y controlado como es el de una cárcel. Si se trata de "una cuestión humanitaria", el magistrado pasó por alto que, según se probó, el encierro es la mejor vacuna contra el virus y, por añadidura, contra el delito.
Su acto antisocial muestra que la pandemia pone en crisis dos mitos forjados a fuerza de repetición del abolicionismo penal. El primero de dichos mitos se condensa en el mantra de que el "encierro" es un factor determinante del delito, aun cuando la cuarentena prueba que el encierro disminuye las tasas del delito. El segundo de los mantras es la invalidación de la noción de "peligrosidad". Ésta es una expresión impronunciable, pues se sostiene que cuando se juzga a alguien por sus antecedentes penales y no por el acto delictivo no sucedido todavía (pero altamente probable), se hace futurología. Pero pese a su mala prensa, los 800 presos liberados por la Justicia provincial se ampararon, precisamente, en la tan denostada "futurología": imaginar que, de permanecer en penales libres del Covid-19, podrían llegar a contagiarse del mismo Covid-19 (que acecha, huelga decirlo, en las calles de las urbes del mundo entero). El viejo principio romano de no hacer daño al otro (el alterum non laedere de Ulpiano) fue, una vez más, transgredido. Pues una vez que termine la cuarentena, por el principio de no regresión de derechos, los asesinos y violadores no volverán adonde deberían estar. Pese a este hecho de público conocimiento, las instituciones continúan promoviendo liberaciones -presuntamente transitorias- que contradicen el experimento social que confirma la misma lógica que gobierna que dos más dos es igual a cuatro: delincuente confinado, por coronavirus o no, es delincuente que no mata, no viola, no roba.
Por vez primera, se ha resuelto esta problemática social sobre la que corrieron ríos de tinta. Las políticas públicas hoy deben adoptar estrategias basadas en evidencias e intervenciones basadas en datos, que se concentren en las personas y los lugares. El laboratorio experimental sociológico inédito acaba de verificar la hipótesis: el derecho de gozar de la libertad cede ante el improbable riesgo de perder la vida, incluso cuando ese riesgo objetivamente (estadísticas mediante) es casi cero. Lo que imaginaron Hobbes y Locke al inventar el Estado moderno, tiene respaldo empírico. Mal que les pese a los que exclaman que "la cárcel no sirve para nada": la biología le da una lección histórica a la razón, pues la naturaleza hizo lo suyo. Sólo queda que los poderosos escuchen su mensaje. Eso es lo difícil.
"Esta paz no va a durar", dijo con voz escéptica un vendedor de ataúdes peruano ante la merma del pujante negocio. "Los crímenes subirán como espuma un minuto después de que se levante la cuarentena". Por lo visto, la sabiduría funeraria supera, y en mucho, a la de los jueces.
Premio Konex de Platino. Presidenta de la Asociación Civil Usina de Justicia