Rusia vive el auge de los quest, juegos de experiencia extrema
Poner el cuerpo. Inspirados en los videojuegos, incluyen encierro, escenas aterradoras y hasta golpes. Nacieron hace poco más de una década y confirman la tendencia de pagar por adrenalina y un riesgo a medida
Durante el día, Andrei Mamontov estudia medicina. Por la noche, trabaja como zombi. Látigos, descargas eléctricas y engrapadoras son herramientas que puede utilizar en su trabajo para provocar dolor a otras personas... que pagan altas sumas de dinero por ese "servicio". "Podés ser agarrado por el cuello o por la pierna y arrastrado... y mucho más", escribe con naturalidad desde Moscú este joven ruso de veinte años para describir los quest, juegos de escape muy populares en Rusia, que ya llegaron a la Argentina en sus versiones más light.
Inspirados en los videojuegos, saltaron a la tercera dimensión hace poco más de una década. Se dice que el primero offline fue creado en 2006, en Silicon Valley, y la idea prendió de inmediato en varios países asiáticos. Para 2010, los quest ya se habían extendido por todo el mundo, en una época adicta a la adrenalina que también vio revivir el auge de la performance en el arte y el boom de la "experiencia" en la jerga marketinera.
Aunque la idea central de los quest es resolver un acertijo en un tiempo reducido para lograr escapar de un lugar cerrado, la variedad de versiones es cada vez más amplia. Abarcan desde inocentes propuestas que suelen contratarse para festejar cumpleaños de adolescentes hasta situaciones que rozan lo siniestro, como intentar salir de un cajón mortuorio o luchar con actores que "aprovechan cada oportunidad para manifestar agresión". Claro que el cliente puede elegir el nivel de contacto que tendrá con ellos: puede variar entre "ligero, medio, duro o difícil con dolor".
"En ningún país tiene tanta popularidad como aquí", asegura Mamontov, que ha "animado" juegos contratados por conocidos jugadores de fútbol. "Las misiones son muy populares entre los jóvenes, en su mayoría entre 14 y 25 años, pero también hay un público adulto que incluso lleva a sus hijos pequeños", agrega. Los precios para equipos de cuatro personas varían, según él, entre 3000 y 10.000 rublos (1000 - 3500 pesos).
Ansiedad y vacío
"¿Por qué alguien querría gastar ese dinero en una actividad tan estresante?", se pregunta Sasha Raspopina en un artículo publicado por The Calvert Journal, The Moscow Times y The Guardian. Allí arriesga dos posibles respuestas: ansiedad o aburrimiento, dos claros síntomas contemporáneos.
Un análisis del South China Morning Post sobre el auge de los questen Hong Kong, citado por Raspopina, señala que este tipo de juegos se puso de moda entre los estudiantes agobiados que buscan huir de la realidad. "Al entrar dejás tus pertenencias en un locker -explica la periodista-. Durante una hora te liberás de tus obligaciones para vivir una vida de ficción en un juego que requiere toda tu concentración. Simplemente no tenés tiempo de preocuparte por tu lista de quehaceres cuando estás salvando al mundo de un brote de virus zombi".
Otra interpretación es que el fenómeno tapa de algún modo el vacío generado por la rutina cotidiana, tal como los libros y las películas de terror. "Es el sentimiento de estabilidad y seguridad en nuestras vidas lo que nos lleva a habitaciones cerradas en los sótanos", dice el artículo al citar la teoría de Denis Shchukin, conferencista de la Universidad Estatal de San Petersburgo. "Sólo podés disfrutar de la paz y la calma desde tu mecedora junto al fuego cuando hay una tormenta del otro lado de la ventana", opina Shchukin, doctor en ética y filosofía social.
También en Rusia se originó el perverso juego "La Ballena Azul", al que se le atribuye haber provocado decenas de suicidios en varios países. Su creador, Philipp Budeikin, fue condenado en 2017 a tres años de prisión tras haber confesado que su propósito era "limpiar" la sociedad, al provocar la muerte de quienes consideraba inútiles.
Llamado así en referencia a los cetáceos que se acercan a las playas para morir en la arena, el desafío proponía a los jugadores cumplir 50 consignas que exigían autolesionarse hasta provocar la propia muerte. Recibidas a través de mensajes en el celular o via Facebook, incluían pasar 24 horas seguidas viendo películas de terror, tatuarse con un cuchillo la forma de una ballena y lanzarse al vacío desde un edificio.
¿Hasta dónde puede llegar una experiencia? El arte, se sabe, suele adelantarse a la realidad. Poner el cuerpo para vivir una situación transformadora en tiempo real es la esencia de la performance, que tuvo su auge en las décadas de 1960 y 1970 y que regresó con renovada vitalidad en los últimos años. En la Argentina tuvo en 2015 su primera bienal, con la participación de la artista serbia Marina Abramovic.
Cuatro décadas antes, la autodenominada "abuela de la performance" había realizado Ritmo 0, una de sus obras más extremas. En una galería de Belgrado puso su cuerpo a disposición del público durante seis horas junto a una mesa con 72 objetos y la siguiente instrucción: "Soy un objeto. Podés hacer conmigo lo que quieras". Entre ellos había una rosa, un perfume, un pedazo de pan, una tijera, agujas y un arma cargada con una bala.
"Puse mi cuerpo al límite no porque estuviera interesada en morir, sino en ver hasta qué punto podés llevar la energía del cuerpo humano. No se trata del cuerpo sino de la mente, que te empuja a límites que jamás hubieras imaginado", explicó años más tarde Abramovic, impulsora de un método que invita a conectarse con uno mismo y con los demás. Agregó que, hasta 1974, "el arte de performance era ridiculizado. Se pensaba que era enfermo, exhibicionista y masoquista. Estaba muy cansada de este tipo de atención y dije: voy a hacer una pieza para ver hasta qué punto llega el público si el artista no hace nada".
¿Qué hicieron con ella? Cortaron su cuello y bebieron su sangre. Abrieron sus piernas y colocaron entre ellas un cuchillo. Rompieron su ropa y lastimaron su piel con las espinas de la rosa. Una persona apuntó el arma sobre su cuello y la desafió a apretar el gatillo con sus propios dedos.
Una experiencia similar había vivido diez años antes Yoko Ono, otra pionera de la performance, cuando presentó por primera vez en Kyoto la pieza Corta. La artista se sentó vestida junto a una tijera e invitó al público a recortar trozos de su ropa y llevárselos. "Fue una suerte de crítica a los artistas, que siempre dan lo que quieren -sostuvo la legendaria pareja de John Lennon-. Quise que la gente se llevara lo que quisiera. Es una forma de entrega que tiene mucho que ver con el budismo... Una forma de entrega total".
Algo de todo esto llegó en los últimos años al marketing. A la tarjeta de crédito que aseguraba que ciertas vivencias "no tienen precio" siguieron los bancos que invitan a "vivir la experiencia" y advierten que "el momento es ahora". En nuestro país incluso es posible regalar aventuras con distintos niveles de intensidad, gracias a una empresa que las vende "empaquetadas": vuelos en planeador, saltos en paracaídas o clases de esgrima son parte de la oferta de Big Box. Que incluye, por supuesto, un juego de escape similar a los que desvelan a Rusia.