Rusia, un país víctima de su propio relato
Los países que declinan se ven forzados a contar una historia distinta sobre su lugar en el mundo. Cuán distinto y traumático es el nuevo relato tiene que ver con cuán violenta es la caída. Al terminar la Segunda Guerra Mundial, y rendirse sin condiciones, Alemania y Japón dejaron sus aspiraciones de lado. Inglaterra y Francia, en cambio, pudieron recalibrar sus relatos de grandeza. Nunca abandonaron por completo la idea de responsabilidad global, pero les dieron a sus ciudadanos prosperidad a cambio de grandeza imperial.
Rusia es un hueso duro de roer. Su esplendor quedó atrás, no así la narrativa que lo reclama. Ésta consiste en definir a Rusia como una potencia euroasiática que demanda su zona de influencia y exige que Occidente reconozca su especial lugar en la política mundial. Es esta identidad la que explica en parte la modernización militar, la anexión de Crimea, la intervención en Siria y la proyección hacia un Ártico con menos hielo y más tensiones geopolíticas.
Pero la historia rusa es la historia de un gigante gepolítico y de un enano económico. La economía de Estados Unidos es quince veces mayor que la de Rusia. Su PBI hoy es el 60% de lo que fue en 2013. La mitad del presupuesto ruso proviene del gas y del petróleo, dos bienes con el precio a un 40% del que tenían hace dos años. Y están las sanciones que Occidente le impuso luego de Crimea.
Desconectada de los mercados financieros, Rusia hoy vive con sus reservas, cada vez más exiguas, y sufre a diario la salida de capitales. Un promedio de los distintos índices de democracia (con valores entre 0 y 1) que presenta el proyecto Varieties of Democracy arroja un puntaje de 0,9 para Noruega, 0,8 para la Argentina y 0,3 para Rusia.
A diferencia de Estados Unidos, Rusia no ha podido mantener su poder militar. A diferencia de Europa, no ha sabido desarrollar instituciones inclusivas. Y a diferencia de China, no ha entendido cómo funciona el capitalismo global. Así, Rusia exhibe una profunda brecha entre sus orgullosas aspiraciones geopolíticas, inspiradas en una idea de misión especial, y su siempre tambaleante condición política y económica.
Claro, es más fácil reformular la narrativa que las condiciones materiales. Pero también puede ser mucho más costoso, como bien lo sabe Boris Yeltsin. Desde Pedro el Grande hasta Putin, pasando por los Romanov, Lenin y Stalin, Rusia ha sufrido el síndrome del líder fuerte a cargo de construir un Estado fuerte. El riesgo de Putin es ser víctima de su propia narrativa. Aquella que, al decir del historiador ruso Vasili Kliuchevski, dejó al Estado gordo y a su gente flaca.