Rusia renueva el legado bizantino
"Dos Romas han caído, pero la tercera se mantiene firme, y no puede haber una cuarta". Esta oración, tomada de una carta enviada al gran duque Basilio III de Moscú por el monje Teófilo de Pskov, es clave para comprender el sentido de la reciente reforma de la Constitución rusa.
La prensa occidental ha cuestionado las motivaciones del presidente Vladimir Putin al impulsarla y la oportunidad elegida en un año signado por la pandemia de Covid-19.
Es cierto que una enmienda permite la reelección del actual presidente, Vladimir Putin, por otros dos períodos de seis años. Otras disposiciones refuerzan el poder de ciertos cuerpos colegiados, pero los argentinos sabemos que un órgano legislativo puede actuar como una oficina anexa que solo aprueba los dictados del Ejecutivo. El hecho de que la convocatoria fuera aprobada por unanimidad en la Duma sugiere que en Rusia se dan situaciones similares. Finalmente, se han introducido normas sobre el salario mínimo que podrían ser zanahorias para incentivar el voto positivo.
Soy un abogado argentino, exprofesor de derecho constitucional y ferviente partidario de la limitación de los mandatos de los ejecutivos y de la separación de poderes. Estimo que Occidente tiene derecho a mostrar sus logros institucionales, como los de otras áreas, y confiar en que se impondrán por su valor propio. Juzgar a otras sociedades con nuestros parámetros, o pretender imponerlos por la fuerza, sin embargo, es generalmente injusto e inútil.
A mi juicio, las modificaciones que he mencionado son coyunturales. Para comprender la trascendencia de esta reforma, es necesario tener en cuenta que Rusia no es un Estado occidental. Su territorio se extiende a través de Eurasia y su población es la más diversa del mundo. Más aún, su historia la hace parte de la civilización que Arnold Toynbee denominó "cristiandad ortodoxa", una civilización hermana, pero diferente de la nuestra.
El factor decisivo de esta distinción fue el cisma que separó a la Iglesia Católica Romana, fiel al papa, de los patriarcados orientales que formaron la Iglesia Católica Ortodoxa.
El príncipe Vladimir de Kiev (que en esa época tenía precedencia sobre el ducado de Moscú) se convirtió al cristianismo fascinado por el rito oriental y se casó con la princesa Ana, hermana del emperador bizantino Basilio II. Sus hijos Boris y Gleb son los primeros santos rusos. Otro casamiento de gran importancia tuvo lugar en 1472, cuando el gran duque de Moscú, Iván III, contrajo enlace con Zoe Paleóloga, sobrina del último emperador bizantino, Constantino XI. Finalmente, en 1547, Iván IV (conocido como "el Terrible" o "el Temible") fue coronado con el título de zar (término derivado de "césar"), es decir, "emperador romano de Oriente". Ya la adopción del alfabeto cirílico, derivado del griego, había aislado a Rusia de la Europa latina.
Al morir el último príncipe de la dinastía rurika, el patriarca Germogen desempeñó un papel fundamental para resolver la sucesión a favor de Miguel Romanov contra el intento del rey de Polonia Segismundo –un católico romano– de unificar las dos coronas. La Iglesia Ortodoxa contribuyó así a consolidar la independencia de Rusia. Más importante aún, le dio una tarea mesiánica: la defensa de "la recta" interpretación del cristianismo frente a pueblos infieles que la enfrentaban por el sur y el este y ante un Occidente herético.
Toynbee señala que una regla cardinal heredada por Rusia de Constantinopla es que, en cualquier disputa con Occidente, "Bizancio siempre tiene razón". Rusia se ha visto obligada a adoptar pautas occidentales cuando avances económicos y tecnológicos de sus vecinos han amenazado su capacidad de hacerles frente. Pero lo ha hecho parcialmente y de mala gana. Aun el campeón de ese proceso, el zar Pedro el Grande, al imponer pautas de educación, lenguaje, comportamiento e indumentaria a la elite que debía ayudarlo a conducir su imperio en el concierto europeo de naciones la alienó del resto de la población, cuya vida no se había modificado, en mucho mayor medida que la tradicional separación entre nobles y siervos.
En el siglo XIX, las transformaciones en Europa llevaron a la confrontación entre "occidentalistas", que deseaban su adopción, y "eslavófilos", que querían preservar el perfil propio de Rusia. Es importante recordar que ciertos pensadores favoritos de Putin son eslavófilos como Vladimir Soloviov, Nikolai Berdiaiev e Iván Ilyin.
La eslavofilia, sin embargo, cimenta el vínculo con pueblos como Serbia, pero no da a Rusia una misión universal adecuada a su diversidad étnica. Quizá por eso, cuando en el siglo XX se vio forzada a una nueva etapa de occidentalización, adoptó una ideología atea, también mesiánica, de origen occidental, pero contestataria de todo lo que caracteriza a nuestra civilización. "Con la cruz o con la hoz y el martillo, Bizancio siempre tiene razón y Moscú es la Tercera Roma", comentó Toynbee en 1947.
El colapso de la Unión Soviética dejó a Rusia debilitada, sin parte de su imperio y sin la bandera marxista. Pero siempre ávida de un papel especial en el mundo. Las condiciones estaban dadas para renovar el legado bizantino.
Así se explican las modificaciones introducidas en los artículos 67 y 72. Frente a un Occidente enfermo de revisionismo histórico politizado, que lleva a derribar monumentos y eliminar nombres de personalidades juzgadas con criterios del siglo XXI, cuando debieron actuar en circunstancias muy distintas, Rusia nos dice: "La Federación de Rusia honra la memoria de los defensores de la patria y asegura la protección de la verdad histórica. No se permite disminuir el significado del acto heroico del pueblo en la defensa de la patria".
Ante una Europa desorientada por el relativismo, en la que la religión más dinámica es el Islam, Rusia reivindica los valores tradicionales: "La Federación de Rusia, preservando la memoria de los antepasados que nos transmitieron los ideales y la fe en Dios, así como la continuidad en el desarrollo del Estado ruso, reconoce la unidad estatal históricamente establecida". Y se fija como objetivo la "protección de la institución del matrimonio como unión de un hombre y una mujer". He visto íconos cristianos en la embajada rusa en Buenos Aires; ninguno, en embajadas argentinas. Y algún Estado occidental prohíbe la exhibición de símbolos religiosos hasta por particulares.
Bizancio siempre tiene razón. En otras épocas, Rusia seguía esta regla para defenderse de una cristiandad occidental expansiva. Hoy busca diferenciarse de un Occidente al que percibe agnóstico, corrupto y decadente.ß
Académico correspondiente Academia Nacional de Ciencias de Buenos Aires