Rubios y rubias entran gratis
Chicas orientales que se hacen cirugías estéticas para acomodar sus ojos a la norma occidental. Mujeres africanas y afrodescendientes con llagas, infecciones y lesiones graves después de arrasar su piel para arrancarse el color. Nenas negras que prefieren muñecas blancas para jugar. Hombres negros que buscan casarse con mujeres de tonalidades claras.
Brutal, el aviso del boliche salteño no inventó nada: "Rubios y rubias entran totalmente gratis hasta las 2. Morochas al 2x1", se leía en la invitación de la disco Amira que circuló por las redes sociales.
Rubio y morocho no refiere al color del pelo, por supuesto. Las morochas en cuestión (los morochos también, pero no había promociones para ellos) son seguramente descendientes lejanas de algún pueblo originario, los antiguos pobladores de esas tierras. Donde dice rubio tampoco debe leerse pelo amarillo (en ese caso alcanzaría con teñirse), sino más bien descendiente de criollos, gotas de sangre europea. Por eso intervino de oficio el Inadi, porque se trata de discriminación aunque la fuerza aplastante del sentido común que nos moldea vuelva invisible lo que tenemos ante nuestros ojos. La intendencia de Salvador Mazza, localidad donde está el boliche, publicó un comunicado que, en su torpeza, desnuda parte del problema: el espíritu de la publicación, se explicó, es netamente comercial y no discriminatorio. Como si una cosa excluyera la otra. Como si una cosa no estuviera vinculada con la otra.
Salta La Linda, la Buenos Aires del Norte, como se la ha llamado también, es la segunda provincia en cantidad de población indígena del país, 80.000, según el último censo, que por primera vez incluyó una pregunta específica sobre la pertenencia a culturas originarias. Muchos descendientes de indígenas no revelan sus orígenes espontáneamente ante el encuestador, lo esconden, porque lo perciben como una identidad vergonzante, una marca de origen que hasta ahora no les ha traído nada bueno. Cuando en el censo de 2010 por primera vez se preguntó expresamente sobre la pertenencia a culturas originarias, la cantidad de personas descendientes de culturas antiguas en todo el país dio un salto: se pasó de los 650.000 registrados en 2004 a casi un millón.
No es fácil reconocerse como parte de una cultura menospreciada. Es apenas de 2016 el informe lapidario con que el relator especial de la ONU sobre racismo, Mutuma Ruteere, resumió la situación de los indígenas en el país. En el caso específico de Salta, dijo, escuchó sobre discriminación, que la policía actuaba con el criterio de "portación de cara" y que se ejerce violencia contra los migrantes de países vecinos. Ruteere recordó lo que ya se sabe pero se olvida, que los descendientes de culturas antiguas están excluidos de la vida política y social, que reúnen los peores indicadores socioeconómicos y educativos, que no hay gente de sus pueblos en cargos claves para la toma de decisiones. Dijo también que están, ellos y sus culturas, invisibilizados.
Aunque hace años ya que las ciencias sociales desnudaron la pretensión argentina de creerse el país blanco de América Latina, hay un sentido común que parece todavía sentirse a gusto con esa falacia. La televisión, un buen indicador del modo en que nos gusta retratarnos, lo deja al descubierto: no hay descendientes de pueblos originarios ni inmigrantes de países limítrofes en la programación nacional. Si aparecen, es en un documental. Somos todos blancos, insistimos.
En África, como en la Argentina y en buena parte del mundo, el color de la piel condiciona destinos. ¿Podemos asombrarnos de que los miembros de una cultura o una raza busquen borrar toda evidencia de esa identidad? Mientras no quede otra opción, el triunfo asfixiante de la norma blanca y occidental que homogeneiza el planeta necesita por lo menos de programas específicos que contrarresten sus daños.