Rousseau, el iconoclasta y la educación
Jean-Jacques Rousseau (1712-1778) fue un controvertido pensador suizo, cuya obra abarcó la filosofía, la literatura, la pedagogía, la música y la botánica, siendo uno de los grandes representantes del enciclopedismo de la Ilustración. Sin embargo, también fue un gran iconoclasta, que combatió las concepciones predominantes en su tiempo. Tal inconformismo lo llevó a enfrentarse con la Iglesia y con eminentes figuras de su tiempo, como Diderot, Voltaire, D’Alembert, Hume y el barón D’Holbach, entre otros. En Francia y Suiza se decretaron órdenes de arresto contra él, y varias de sus obras fueron quemadas en las plazas. Criticó el progreso de las ciencias y el teatro, por considerar que estimulaban la degradación moral y atentaban contra la comunidad misma. Y criticó la idea del progreso, verdadero baluarte intelectual de la Ilustración. Fiel a sus convicciones, renunció a sus puestos, no aceptó pensiones y buscaba apartarse de la sociedad. Padeció enfermedades y murió al borde de la miseria.
En El contrato social (1762), también se enfrentó al liberalismo representado por Locke, y abordó la idea de la existencia de una voluntad general, cuya soberanía reside directamente en el pueblo, que está por encima de los individuos y a la cual se someten. El hombre en estado de naturaleza decide asociarse con sus semejantes por un acto libre de su voluntad. El problema se plantea cuando Rousseau da el próximo paso y condiciona el individuo al reinado de la voluntad general: “Cada uno de nosotros sitúa en común sus bienes, su persona, su vida, y toda su potencia, bajo la suprema dirección de la voluntad general”. Fue el germen de posteriores teorías totalitarias y del radicalismo democrático que niega la posibilidad de que existan representantes del pueblo. Su prédica fue tomada por los jacobinos en la Revolución Francesa para justificar el sanguinario período del Terror.
En Emilio o de la educación (1762) del mismo modo ataca las concepciones de su época. Según Rousseau, el hombre en estado de naturaleza es puro y no corrompido por el egoísmo ni la maldad; son las presiones sociales las que desnaturalizan su libertad original. Pero no predica retornar al estado de naturaleza. Contra la interpretación vulgar de Rousseau, para él no hay retorno posible a un pasado idílico. El “buen salvaje” es una caricatura del sentido correcto que para Rousseau tiene la nueva forma de inserción del individuo en la sociedad: justamente porque no tiene escape de la convivencia social es que debe ser educado, pero debe ser educado incentivando su espontaneidad, permitiendo que madure libremente la personalidad del niño, haciendo de la educación un ejercicio de aprendizaje no sujeto a las necesidades futuras de la vida adulta.
La personalización del niño no se debe lograr a costa de sacrificar su vitalidad y sensibilidad. Rousseau enfatiza en recuperar una categoría de educación volcada a estimular las potencias innatas del niño, liberándolo de toda corteza disciplinaria que sea un corsé prematuro para su espíritu. El niño debe aprender a pensar por sí mismo y la educación ha de fomentar la defensa de sus íntimas convicciones. El único camino para que el hombre conozca la felicidad es que sea educado sin restricciones a su libertad, lejos del medio social, en contacto con la naturaleza, con métodos permisivos que no inhiban sus apetencias. Para permitirle llegar a la edad adulta con sus reservas de espontaneidad intactas y no consumidas por un sistema educativo estrecho y adusto. Su visión sobre la educación de los niños se resume en una frase: “Vivir es el oficio que yo quiero enseñarles”. Estas ideas fueron anticipatorias y serán la base de los aportes que realizarán Johann Pestalozzi, Friedrich Froebel y María Montessori. Rousseau fue un atribulado iconoclasta que escribió: “Para ellos soy un bárbaro porque no me comprenden”, pero en materia de educación, a diferencia de sus ideas políticas, su visión fue reivindicada por la posteridad.