Rosemary Kennedy, la hermana escondida
Fueron todos bellos y exitosos. Todos menos ella, a quien le arrebataron cualquier forma de la belleza y su capacidad para desplazarse, pensar y comunicarse luego de una lobotomía que le practicaron cuando tenía 23 años y sus debilidades ponían en riesgo la imagen de un apellido y de un torrente de ambiciones. Rosemary, la tercera de los nueve hijos que tuvieron Joseph y Rose Kennedy, murió en 2005, a los 86 años: tenía la mentalidad de un chico de tres. Se fue luego de pasar más de seis décadas recluida en Saint Coletta, un instituto para discapacitados de Wisconsin, al cuidado de monjas, acompañada de alguna mascota y con modestos entusiasmos como volcar sus manos torpes en un piano y ordenar tarjetas de colores brillantes.
A partir de la intervención -versión actualizada de las trepanaciones con las cuales por siglos se buscó eliminar los malos espíritus y la locura-, a Rosemary la ocultaron con esmero y la corrieron para siempre de la foto. Ella fue la larga sombra de una familia que representó lo más parecido a una familia real que tuvo alguna vez EE.UU., el rostro minusválido de un clan poderoso y maldito que fascinó al mundo entero. Dos libros recientes (The Missing Kennedy, de Elizabeth Koehler-Pentacoff y Rosemary: The Hidden Kennedy Daughter, de Kate Clifford Larson) aportan nueva información e imágenes desconocidas de Rosemary, quien nació con un moderado retraso mental que la familia intentó minimizar hasta que esa condición y la rebeldía de la adolescencia la convirtieron en una bomba de tiempo.
Fue entonces cuando el patriarca Joseph recurrió al famoso neurólogo Walter Freeman y aceptó someter a Rosemary a una terapia aún en experimentación. Freeman y el cirujano James Watts documentaron la intervención, por lo que se sabe que le dieron una clase de calmante a la paciente y la mantuvieron despierta mientras ingresaban al cráneo para llegar al lóbulo cerebral que debían cortar. Mientras tanto, la hacían hablar (más precisamente, ella rezaba o cantaba God Bless America). Cuando empezó a decir incoherencias, estimaron que ya era hora de dar por terminada la lobotomía. El resultado fue la pérdida de toda razón y autonomía para la muchacha. Su padre, el mismo que autorizó el procedimiento, nunca más la visitó. Su madre lo hizo por espasmos. La vida de la Kennedy escondida quedó circunscripta a una silla de ruedas y a la atención constante de los que cobraban por cuidarla. Algunas veces recibió la visita de sus hermanos. Algunas veces, también, la acompañaron durante los festejos de sus cumpleaños, que celebraba entre globos de colores. Fuera de la institución donde vivía, mientras tanto, la historia se ocupaba de pasarle factura a su preciosa familia.