Rosas y el juicio de la historia
En los próximos días se inaugurará en el barrio de Palermo un monumento a Juan Manuel de Rosas. Se da un paso más, así, hacia la exaltación de quien gobernó la provincia de Buenos Aires con puño de hierro en los años anteriores a la Organización Nacional. El hito más importante en ese intento había sido, hasta ahora, la repatriación de sus restos, concretada en 1989.
El tiempo aplaca los enconos y permite que los pueblos olviden algunos de los agravios vertidos en el pasado, lo que allana el camino hacia la siempre deseada reconciliación nacional. Pero eso no significa que se deba distorsionar o falsificar la historia de un país.
A Rosas se le puede reconocer la firmeza con que hizo frente al potencial naval de dos países europeos en el combate de la Vuelta de Obligado, tan frecuentemente evocado por sus defensores. Pero en honor a la verdad histórica, que el emplazamiento de un simple monumento no puede cambiar, es necesario recordar algunos aspectos decididamente oscuros de su gestión como gobernante. Para no extender demasiado esta reflexión editorial, mencionemos sólo tres de las responsabilidades sombrías que la posteridad atribuyó, con sobrada razón, al gobernante que impuso en la sociedad porteña, como símbolo de su poder, el uso de la divisa punzó:
- Haber impuesto en nuestra tierra una oprobiosa tiranía, que se basó en el culto a su persona y que marcó un retroceso visible en una sociedad que desde 1810 venía avanzando, aun con todas sus imperfecciones, hacia la construcción de un sistema institucional que reflejase los progresos morales y jurídicos alcanzados, ya en ese tiempo, por el mundo civilizado.
- Haber impedido deliberadamente, durante más de dos décadas, la organización constitucional de la Nación, que sólo pudo ser instrumentada después de la batalla de Caseros, que desalojó a Rosas del poder.
- Haber alentado una cultura política y económica aislacionista, que de haberse consolidado habría mantenido a nuestro país en el atraso y la marginación. Lo prueba -contrario sensu- el éxito arrollador de las estrategias que se pusieron en marcha luego de su derrocamiento, al abrigo de la sabia Constitución de 1853/60. Esas estrategias abrieron la economía argentina al mundo y permitieron que la República alcanzara, hasta bien entrado el siglo XX, un ritmo de crecimiento espiritual y material que aún hoy provoca reacciones de admiración.
Un homenaje como el que hoy se le tributa a Rosas no altera el juicio histórico que mereció su figura y que está patentizado en el artículo 29 de la Constitución Nacional, según el cual los legisladores no podrán conceder al titular del Poder Ejecutivo Nacional o a los gobernadores de provincia "facultades extraordinarias ni la suma del poder público, ni otorgarles sumisiones o supremacías por las que la vida, el honor o la fortuna de los argentinos queden a merced de gobiernos o persona alguna". Actos de esa naturaleza -advierte el artículo 29 en su parte final- "llevan consigo una nulidad insanable y sujetarán a los que los formulen, consientan o firmen a la responsabilidad y pena de los infames traidores a la patria". No hace falta demasiado esfuerzo para advertir cuál fue el antecedente histórico inmediato de esa severísima disposición constitucional.
Reafirmar un juicio histórico al que La Nación ha adherido invariablemente no implica desconocer las razones de quienes alientan una interpretación contraria de los hechos del pasado, cuyos argumentos, por supuesto, merecen ser oídos con profundo respeto. Más allá de las discrepancias, lo fundamental es que los argentinos expresemos nuestro pensamiento con libertad, en un clima de recíproca tolerancia y sano pluralismo. La reconciliación nacional no implica unanimidad ni homogeneidad de opiniones, sino todo lo contrario: saber convivir en la diversidad y aun en el disenso.