Roca, el constructor del Estado moderno en la Argentina
Hace casi 100 años, el 19 de octubre de 1914, moría en Buenos Aires Julio Argentino Roca. El "gobernante de cuño alberdiano" -como lo definió Carlos Ibarguren-, el constructor del Estado moderno en la Argentina, contaba 71 años, pues había nacido en San Miguel de Tucumán el 17 de julio de 1843.
La base de su educación había estado en el Colegio del Uruguay, fundado por Justo José de Urquiza, donde aquel adolescente, hijo del guerrero de la independencia José Segundo Roca y de Agustina Paz, había adquirido los rudimentos de la profesión militar y la pasión por la lectura. Acrecentó su devoción por los libros en medio de los combates del Paraguay. Ni sus nuevas obligaciones como jefe del batallón Salta, ni sus comandos posteriores, entre los que se destaca el de la Frontera Oeste, ni en su rápida y triunfal campaña contra el general Arredondo, que culminó en la acción de Santa Rosa, donde recibió a los 31 años los despachos de general sobre el campo de batalla, le hicieron perder ese hábito. Tampoco las responsabilidades del Ministerio de Guerra, tras la muerte de Adolfo Alsina.
Alsina había llevado una decidida acción para concluir con los malones indios y garantizar el desarrollo económico de la provincia de Buenos Aires. Lo sorprendió la muerte y su joven sucesor quiso hacer más: afirmar la soberanía argentina en la Patagonia con el fin de poblarla y desalentar los propósitos de dominio por parte de Chile. Emprendió una rápida campaña militar que sometió a las tribus que la ocupaban y permitió enarbolar por primera vez la bandera celeste y blanca en las márgenes del río Negro, el 25 de mayo de 1879. Fue el primer paso con el objeto de ocupar aquellas por entonces remotas regiones.
Acallados los fragores del alzamiento militar de la provincia de Buenos Aires, Roca asumió la Presidencia de la República el 12 de octubre de 1880, luego de preparar con sagacidad y vínculos establecidos en casi todo el país el terreno para obtener los votos. El lema "paz y administración", expresado en su primer discurso ante el Congreso, exteriorizó la voluntad de construir en un clima de orden y concordia. Pese al ostensible desarrollo material alcanzado por el país durante esos seis años, varios de sus actos de gobierno provocaron divergencias profundas y generaron enfrentamientos tan traumáticos como el que mantuvo con la Iglesia, hasta provocar una ruptura de relaciones que duró 16 años. No faltaron los problemas sociales ni los conflictos internacionales, aunque su tenacidad permitió firmar el tratado de límites argentino-chileno de 1881. En su último mensaje ante el Congreso le expresó al nuevo primer mandatario, Miguel Juárez Celman: "Os entrego el poder con la República más rica, más fuerte, más vasta y con más crédito y amor a la estabilidad, con más serenos y halagüeños horizontes que cuando la recibí yo". Era cierto.
Pasó a una especie de ostracismo del que lo sacó el marasmo político y económico que provocó la revolución del 26 de julio de 1890, luego de la cual asumió la primera magistratura el vicepresidente Carlos Pellegrini. Juntos, a veces muy próximos, otras más o menos distanciados, fueron los árbitros de la política argentina. Nada pudieron las revoluciones radicales, ni la prédica de la prensa antagónica, ni los acuerdos entre los hombres de la oposición. El Partido Autonomista Nacional estaba en todas partes, y fue esa imbatible estructura la que lo colocó por segunda vez en el poder en 1898, luego de haber sido senador por Tucumán.
En 1901, con motivo de su intento de unificación de la deuda externa de la Nación, distribuida en más de treinta empréstitos, puso en evidencia una vez más su realismo político y flexibilidad. Si bien había avanzado en esa idea a través de gestiones que encomendó realizar en Europa a Carlos Pellegrini, al hallar una cerrada oposición en el Parlamento, la prensa y la opinión pública, tuvo la sensatez de dar marcha atrás con el proyecto. Eso le ganó la enemistad implacable de su antiguo amigo y partidario, quien se sintió traicionado.
Tres años más tarde, hizo el balance de su gestión al finalizar su mandato. Más allá de los conflictos políticos, sociales y aun económicos, abrigaba fundadas esperanzas en un promisorio porvenir. Roca había cerrado a través de un abrazo con el presidente de Chile, Federico Errázuriz, y mediante una coherente acción diplomática, la posibilidad de una triste guerra entre dos naciones hermanas; había acentuado las buenas relaciones con Perú y resuelto los problemas pendientes con Brasil. También había enunciado, en la voz de su canciller Luis María Drago, el principio del cobro no compulsivo de la deuda pública, a raíz de la belicosa actitud de tres naciones europeas que se basaban en la demora de Venezuela para pagarlas. Por otro lado, el presidente había abierto, en forma visionaria, las relaciones diplomáticas con la nueva potencia de Oriente, Japón, y velado por la creciente profesionalización del servicio exterior de la República.
En aquella segunda presidencia que concluía (1898-1904), había promovido la explotación de vastas regiones desiertas de los territorios nacionales, los estudios de tierras y aguas para explotarlas y colonizarlas, la investigación de cultivos adaptables a cada zona, el examen zootécnico de los ganados, la realización de perforaciones en Comodoro Rivadavia, que dieron por resultado el descubrimiento de petróleo; el desarrollo de la industria pesquera mediante la importación de especies de Estados Unidos; la instalación de observatorios meteorológicos, entre ellos el más austral del mundo en las Orcadas del Sur, con lo que se tomó posesión de la Antártida Argentina. Su clara concepción sobre la necesidad de favorecer la educación se tradujo en la construcción de edificios equipados con todos los adelantos de su tiempo. Cuando entregó el bastón presidencial a Manuel Quintana, estaban trazadas las bases de la nación próspera y pujante del Centenario, además de marcar el rumbo del país durante varias décadas.
Sin embargo, al dejar el mando, Roca no contaba ya con su partido. Su influencia se había desgranado, y el golpe final lo había dado la ruptura con Pellegrini. Se marchó a Europa y al volver, en 1907, tuvo la convicción de que su momento había pasado. En 1910 volvió a marcharse al Viejo Mundo. Cuando regresó, vio transcurrir etapas prolongadas en su establecimiento de La Larga. Fuerte y voluntarioso, se entregó a las tareas rurales y dedicó largo tiempo a la lectura, hasta su repentina muerte. Fue sepultado en medio de grandes honras el 20 de octubre de 1914, muy justas para quien había sido uno de los organizadores de la Nación.