Robert Ballard: “El próximo conflicto de la especie no será político,ni económico, ni religioso. Será ecológico”
El célebre oceanógrafo, una especie de Julio Vernedel siglo XX, que descubrió el Titanic y el acorazado Bismarck, da detalles sorprendentes acerca de los misterios y los desafíos que encierra el fondo del mar
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Esta entrevista fue publicada en La Nación Revista poco después de que el oceanógrafo descubrió, en 1985, los restos del Titanic
Adelante, es todo tuyo ahora", dice Robert Ballard, como si fuese un padre alentando a su hijo para que se siente al volante y maneje, por primera vez, solo, alrededor de la manzana. Pero no es a su hijo a quien le habla sino a una chica de catorce años, estudiante secundaria, llamada Kelly Baker. Tampoco se trata del Oldsmobile o del Cadillac de la familia sino de un robot submarino, de color amarillo fosforescente, equipado con cámaras de televisión, que navega a dos nudos de velocidad cerca del fondo del lago Ontario, en la frontera entre Canadá y los Estados Unidos.
Mientras ella rastrea por el lago en busca del Hamilton y del Scourge, dos buques de guerra norteamericanos hundidos en 1812 durante la guerra contra Gran Bretaña, trescientos cincuenta mil estudiantes de ciencias observan las imágenes captadas por el robot sin moverse de sus aulas. La transmisión llega en directo, vía satélite, a cientos de colegios y universidades. Es, no hay duda, la clase más concurrida del planeta.
"Muy bien Kelly, inclina más la trompa a ver qué tenemos", pide Ballard desde el centro de control ubicado a bordo del buque oceanográfico Knorr, que flota mansamente sobre las aguas del lago. Kelly, que está a miles de kilómetros de allí, sentada ante un simulador de navegación instalado en el laboratorio de su colegio, en la ciudad de Sarasota, Florida, empuja dos palancas de aluminio hacia adelante y el robot, a la distancia, obedece. Los focos iluminan una mancha clara, de contornos difusos. La cámara se acerca. De pronto, un ooohhhh plural, apagado pero sostenido, como un rezo, invade las aulas: en las pantallas asoma, nítido, el perfil intacto de un mascarón tallado en madera. "Fantástico, Kelly, tratemos de hacer otra pasada, así tus amigos pueden admirar a esa vieja dama en todo su esplendor."
El estilo informal es uno de los rasgos distintivos de Ballard. Lleva siempre un reloj con la imagen del ratón Mickey, jeans, zapatillas de tenis y rara vez se desprende de su gorra de béisbol. Cada vez que viaja al fondo del mar en el submarino experimental Alvin –con el que localizó el Titanic y el acorazado Bismarck– sube a bordo un bolso deportivo con sus cintas de rock. Este look no sólo le quita años, sino que encaja a la perfección con la imagen que el gran público, sobre todo los jóvenes, espera de un Julio Verne contemporáneo.
Su apariencia, en todo caso, es un aliada, pero son sus exitosas exploraciones en el Pacífico, el Atlántico y el Mediterráneo las que cimentaron su prestigio, comparable sólo al de Yves-Jacques Cousteau. Ningún otro oceanógrafo, ni el mismo Cousteau, es capaz de reunir tantos sponsors de orígenes tan diversos a la hora de aportar montañas de dólares para financiar sus aventuras.
El 1° de septiembre de 1985, Ballard localizó el casco del transatlántico más buscado de la historia y, ese mismo día, con la ayuda de un helicóptero, envió al puerto de Boston las primeras fotografías del Titanic. El dinero no ha dejado de lloverle desde entonces: anticipos de libros, contratos para filmar películas y documentales, acuerdos promocionales con Disney, artículos exclusivos para National Geographic y conferencias a razón de 10.000 dólares cada una.
El 6 de junio de 1989 volvió a ser otro día de gloria: encontró los restos del acorazado Bismarck a unos 4200 metros de profundidad. Al igual que el Titanic, era el buque más moderno y veloz de su época y también se fue a pique en su viaje inaugural provocando la muerte de más de 2000 marinos.
La espectacularidad de los dos hallazgos desvió la atención del público de otros logros puramente científicos conseguidos por Ballard. Por ejemplo, de los misteriosos geysers de agua hirviendo que descubrió a unos dos mil metros de profundidad, frente a la costa de Baja California, y cuya temperatura es tan elevada que derritió las extremidades de los brazos mecánicos del submarino Alvin. O los enormes gusanos rojos, de más de dos metros de largo, que habitan las profundidades cercanas a las islas Galápagos y cuyos cuerpos tienen la mayor concentración de hemoglobina de todas las especies conocidas. O los estudios de las actividades volcánicas en las cordilleras sumergidas del Pacífico.
Días atrás, mientras dirigía su programa de televisión desde el lago Ontario, mantuvo esta entrevista telefónica para hablar de lo que más le gusta: su pasión por el mar.
–Me pregunto si debo llamarlo doctor, profesor o mister Ballard.
–Todo el mundo me dice Bob. Es más breve, más personal, digamos, y en este caso particular le va a permitir a su diario ahorrar unos dólares en el costo de la llamada.
–¿Es cierto que empezó estudiando física y matemática en la universidad para cambiar después por geología y más tarde por biología marina?
–Extraño, ¿verdad? Que yo recuerde, fui el único de la promoción que hizo ese cóctel de materias. Estudié en tres universidades y, aunque mi trayectoria académica parecía un tanto caótica, yo estaba convencido de que en el mar iba a necesitar esos conocimientos.
–¿Por qué eligió el mar?
–Es la gran frontera inexplorada del planeta. Sabemos poco, casi nada, acerca de lo que sucede allí abajo. Para alguien que creció, como yo, leyendo las aventuras de Marco Polo y de Verne, que siempre sintió una gran curiosidad por lo desconocido, el mar parecía una elección lógica. Por suerte, tuve la astucia de comprender que para ser un buen explorador ya no basta con el coraje y la destreza física. Hay que estudiar, y mucho, porque los grandes desafíos que tenemos por delante son intelectuales. Es preciso confiar en el ingenio, no en los músculos. Un colega suyo, australiano creo, me preguntó si no era más interesante la exploración del espacio que sumergirse en el mar. Yo digo que nuestro submarino Alvin es similar al módulo de Neil Armstrong, sólo que en varios aspectos, el fondo del océano es bastante más hostil para el hombre que la superficie lunar. Uno tiene que moverse en medio de la oscuridad absoluta, a una temperatura muy fría, cercana al punto de congelamiento y bajo una presión tremenda. En las inmersiones que realizamos durante la búsqueda del Bismarck, la esfera de titanio del submarino soportó una presión de 450 kilos por centímetro cuadrado.
–Uno de sus tripulantes me explicaba que la mayoría de las expediciones que usted organiza tienen una palabra en común: "telepresencia". ¿Cuál es el significado, el alcance de este concepto?
–Es el modo más práctico, eficiente y económico de llevar nuestra vista –y la de nuestros contemporáneos– a lugares considerados inaccesibles, pero de gran interés para los seres humanos. La telepresencia es aplicable no sólo a la oceanografía o la investigación espacial, sino también al conocimiento de cualquier región no explorada del planeta. Imagino que millones de personas querrían viajar a la jungla para conocer personalmente a los célebres gorilas de Diane Fossey o admirar la increíble fauna marina de las islas Galápagos. Obviamente, usted no puede llevar a cinco millones de turistas para que fotografíen a esos gorilas en la niebla. La respuesta, otra vez, es la tecnología de punta aplicada a los robots, a las cámaras teleguiadas, a mejores lentes y sistemas de sonar. Los robots, cuando exploran un territorio virgen, tienen la gran virtud de no ser invasores. No provocan ninguna reacción ni dejan huellas: pasan inadvertidos. Me temo que no podemos decir lo mismo de los humanos. Piense por un momento en los dos barcos de guerra que estamos filmando ahora, acá, en el lago: el frío, la oscuridad, la presión, la ausencia de corrientes profundas y de intrusos los ha preservado en un estado asombroso, mejor que en un museo. Ahora bien, ¿qué sentido tiene que tratemos de subirlos hasta la superficie con una grúa si podemos filmarlos, detalle por detalle, en el mismo lugar donde han permanecido durante casi dos siglos?
–¿Lo entusiasma más la docencia que la vida nómada de explorador que ha llevado todos estos años?
–No existe una frontera entre ambas. Estoy transmitiendo muchas de las cosas que aprendí observando a través del visor de un submarino. La televisión, además, es una herramienta formidable. Hay estudios que muestran que un ser humano retiene alrededor del 10 por ciento de lo que escucha, 15 por ciento de lo que lee, 20 por ciento de lo que ve y escucha, pero un 80 por ciento de lo que hace. Dejar a una joven de 14 años al timón de un submarino no es un acto frívolo ni un truco para ganar simpatías. Sirve para demostrar que actividades como la oceanografía y la arqueología marina no son ciencias para iniciados o supergenios.
–¿Le preocupa aún la posibilidad de que el epitafio de su tumba sea: "Aquí yace el hombre que encontró el Titanic"?
–Esa historia marcó mi vida y para millones de personas mi nombre seguirá ligado al del barco, mientras viva. Es inevitable. Lo que me preocupa es que se convierta en el tema. Tengo un gran afecto por ese barco, créame. Cada vez que recuerdo la primera vez que vi el casco oscuro, partido, medio enterrado, asomando detrás de una nube de partículas blancas que arrastraba la corriente del fondo, se me acelera el pulso. Pasé mi vida soñando con ese momento: con ser el primero en encontrar el barco que todo el mundo ha buscado en vano durante años. Estuve 33 horas allá abajo, filmé kilómetros de película, tomé miles y miles de fotos, redacté notas sobre lo que veía. Y mientras nos deslizábamos por encima del armazón desnudo, sin chimeneas, cubierto ahora por millones de diminutos tubos de calcio de microorganismos que devoraron la madera de la cubierta para luego morirse de hambre, las historias que había leído sobre el naufragio volvían a mi memoria una y otra vez. Cada descenso nos llevaba dos horas y media, y otras tantas para volver a la superficie. Estamos hablando de 12.500 pies de profundidad, unos 3750 metros, aproximadamente. La capacidad de las baterías eléctricas de Alvin nos permitían trabajar un máximo de tres horas en el fondo. Por suerte teníamos a Jason con nosotros, la cámara teleguiada que controlábamos desde el submarino y que era capaz de meterse en los rincones más increíbles. El apodo de Jason era "el ojo que nada".
–En un artículo para National Geographic, usted describe los momentos de angustia que vivieron al comprobar que había una filtración de agua salada en las baterías del submarino.
–La filtración fue uno de los problemas. El día que finalmente logramos tomar las primeras fotografías descubrimos, durante el descenso, que nuestro equipo de sonar no funcionaba. Es decir, estábamos obligados a deambular a ciegas por el fondo, guiándonos nada más que con las instrucciones que nos llegaban desde el barco de apoyo. Todavía faltaba una hora para llegar al fondo. Discutimos la situación y estuvimos de acuerdo en seguir. El ruido de las alarmas era ensordecedor. Si el agua de mar seguía mezclándose con el aceite que protege las baterías podía provocar un cortocircuito y dejarnos sin energía. Sin embargo, fue nuestro día de suerte. Nos quedamos dos minutos observando la gran pared de acero de la proa –éramos los primeros en ver el Titanic en su tumba– y luego empezamos a ascender. Ese día, mientras subíamos, cambiamos el rock por la música clásica.
–Conmovedor, realmente.
–Tal vez algún día baje de nuevo para echar otro vistazo, quién sabe. Si no hubiésemos desarrollado en Woods Hole un submarino capaz de operar a tanta profundidad, el Titanic todavía sería un enigma. Tenemos que dejar de ser miopes y ocuparnos del mar como si fuese un todo. Sin el mar, nuestra especie y millones de otras especies habrían perecido porque las temperaturas serían extremadamente frías o calurosas. El océano es el gran termostato que hace posible la vida en el planeta. Otra miopía es no comprender que el próximo conflicto de la especie no será político, ni económico, ni religioso. Será un conflicto ecológico. Esa es la gran batalla que nos espera. Por eso hay que volver a sumergirse en las Galápagos, en la gran fosa de las isas Cayman, en las cordilleras del Pacífico, en todos los lugares donde podamos encontrar respuestas.
–¿Le molesta que lo comparen con Cousteau?
–Le diría que no. Lo conozco personalmente, lo respeto, admito que hizo grandes contribuciones a la oceanografía, pero estamos en otra época.
–¿Está sugiriendo que él es el pasado y usted el futuro?
–Usted lo ha dicho, no yo.
Bio
Profesión: oceanógrafo
Edad: 73 años
El 1° de septiembre de 1985, localizó el casco del trans- atlántico más buscado de la historia, el Titanic. Ese hallazgo, que puso su nombre en boca de todos, eclipsó otros de enorme importancia, como el del acorazado Bismarck. Ha contribuido a la divulgación de la oceanografía con libros, documentales y series de televisión, y es colaborador de la National Geographic.