Rituales. Los orígenes poco conocidos de las tradiciones de Navidad
¿Por qué decoramos un árbol en vez de un arbusto?, ¿cuánto tiempo dispone Papá Noel para completar el delivery intercontinental? y ¿quién inventó el pesebre viviente?; las respuestas a todas las dudas sobre las costumbres navideñas
- 8 minutos de lectura'
Desde hace añares, diciembre marca el advenimiento de los escaparates inevitablemente escenificados con muñecos de Santa Claus, renos, pesebres, guirnaldas, brillos plateados y dorados. La austríaca Noche de paz (que lleva más de una década siendo patrimonio de la humanidad, vía Unesco), Jingle Bells (originalmente compuesta para Acción de Gracias) y All I Want for Christmas Is You, de Mariah Carey, entre los hits infaltables, sin dejar de lado nuestros folklóricos Huachitorito, Estrella de Belén, Vamos pastorcillos... Ineludibles como el arbolito decorado, una pieza que data de tiempos inmemoriales.
Ya los antiguos celtas adornaban un árbol con frutos y flores durante el solsticio de invierno, 21 de diciembre en el hemisferio norte, esperando un año próspero en todo sentido. La cultura católica hizo acopio de la popular costumbre dando un nuevo significado a lo que esencialmente era una ceremonia pagana, porque -parafraseando el dicho- si no puedes contra tu enemigo, toma prestados algunos de sus rituales...
Finalmente, no es el único elemento tradicional de la celebración navideña que puede rastrearse allá lejos y hace tiempo. El muérdago que cuelga en los umbrales y lleva a besarse (o algo por el estilo, en el caso de la inolvidable Gatúbela de Michelle Pfeiffer con el héroe encapotado en Batman Vuelve) antaño era un símbolo de virilidad, vinculado a ritos de fertilidad. Los druidas cantaban loas a esta planta de vastas propiedades curativas, a la que sacaban mucho provecho medicinal: entre otros propósitos para que mujeres quedaran preñadas.
Incluso el intercambio de regalos viene de inspiración lejana: en Le cadeau de Noël. Histoire d’une invention, la socióloga y escritora Martyne Perrot recuerda que, durante las descocadas y bulliciosas Saturnales de diciembre, romanos de todas las edades intercambiaban obsequios, expresando gratitud por la llegada del Sol Invictus en grandes encuentros sociales, donde un detalle posible para alegrar a los párvulos eran las nueces, snack nutritivo que también podía oficiar de simple canica.
Ni éste ni otros presentes se envolvían en papeles de diseño rematados por aparatosos moños, obvio es decirlo: la práctica entraría en boga muchos siglos después, hacia la época victoriana; fechas en que los aristócratas ricachones organizaban para sus empleados el Servants’ Christmas Ball, celebración cargada de tensión e ironía donde, por unas horas, todos eran “iguales”, aunque ¿adivinen quién lavaba platos y copas tras la velada?
Alrededor del arbolito
Retomando las ramas del culto verde, la tradición de reunirse alrededor de la conífera tardó en echar raíces: aun existiendo unos cuantos antecedentes medievales, el árbol fue adoptado como símbolo de las Navidades primeramente por las clases acomodadas entre los siglos XVIII y XIX, hasta universalizarse su presencia en los hogares, natural o plástico. Oh, por cierto: si la estrella en lo alto de la copa viene a representar el GPS que guía a Melchor, Gaspar y Baltasar, puede que este año al trío se le complique encontrar al Niño Jesús en algunos destinos europeos, donde son encendidas las discusiones en torno a la cantidad de watts que deberían consumir las luces navideñas. Por la crisis energética, algunos pueblos plantean austeridad, mientras otros pausan el ahorro esgrimiendo razones de causa mayor: la ornamentación destellante, se encaprichan, es crucial para la moral de la gente.
Sobre los magos que viajan en camello, avisaba hace un tiempo el periodista cantábrico Juan González Bedoya que tampoco es que se sepa exactamente cuántos fueron en realidad. “El evangelio de Mateo dice que tres; en la Iglesia siria tuvieron una docena como reflejo de los 12 apóstoles y las 12 tribus de Israel, y en la copta (se refiere a una iglesia ortodoxa) contaron hasta 60″, aporta los números del caso, explicando que -por necesidades ecuménicas- los portadores de oro, incienso y mirra empezaron a ser identificados con tres razas desde el siglo XVI: “Melchor, europeo, simboliza a los herederos de Jafet; Gaspar, asiático, a los semitas; y el rey negro Baltasar, a los camitas o africanos”. Cuenta González Bedoya también que durante los primeros siglos d.C. su título oficial era el de magos, agregándoseles el “reyes” para evitar confusiones: la hechicería se consideraba pecado.
Domésticamente, conviene sostener el número canónico para evitar volver el living un campo minado de figurines de pesebre en el momento del armado, siempre respetando a rajatabla las jerarquías: el centro de la escena obviamente está reservado al redentor recién nacido, y en torno a él, por orden de cercanía, la Virgen María, el carpintero José, los atentos reyes, y recién entonces la troupe de mulas, bueyes, ovejas, cabras… De dar por buena la leyenda, casualmente habría sido un gran amigo de los animales, San Francisco de Asís, quien montó el primer Belén viviente, en la Navidad del año 1223, en Greccio, Italia, donde los frailes habían establecido una ermita. Fieles campesinos prestaron sus dotes actorales a la puesta en escena en esta recreación pretérita, cuadro vivo que contó con cierre de lujo: la prédica del desprendido poverello (o fratello sole, según la relamida película del realizador Zeffirelli) que, en los 1980s, sería oficializado como celestial patrono de los belenistas por indicación del Papa Juan Pablo II.
¿Papá Noel hereje y usurpador?
Respecto del Vaticano, la relación con Santa Claus es bastante tirante. Reiterada e infructuosamente eclesiásticos han despotricado contra el mitológico barbudo de barba cana por birlarle el protagonismo a Jesucristo. El año pasado, sin ir más lejos, Antonio Staglianò -a la sazón obispo de Sicilia- dejó al piberío hecho un mar de lágrimas al revelar como si tal cosa que Santa Claus no existe, bramando contra la “descristianización” de las Fiestas, cada vez más comerciales. Y aclarando que San Nicolás de Mira -personaje histórico sobre el que se apoya el polonorteño- no era dador de regalos sino de dones. Al menos el asunto no escaló a los niveles de cierto episodio de 1951, al que Claude Levi-Strauss le dedicaría un extendido análisis: la quema en público de un Papá Noel gigantesco en una hoguera prendida en la explanada de la catedral de Dijon, en Francia, orquestada con el acuerdo del clero para condenar al “hereje” y “usurpador” Santa Claus.
Como si no tuviera suficientes preocupaciones el orondo y risueño señor que mudó mitra por gorro, báculo por bastón de caramelo… Resulta que, según cálculos científicos, posee apenas una 1 milésima de segundo por casa para completar sus tareas. Es decir, aparcar el trineo, bajar por la chimenea (de haberla), ubicar prolijamente los regalos, comerse la galleta de cortesía, retomar la ruta aérea… Por cierto, el aspecto que hoy le conocemos al Viejito Pascuero (como le dicen en Chile), Babbo Natale (Italia), Père Noël (Francia), Nikolaus (Alemania…) mucho le debe a los trazos de mediados del siglo XIX del caricaturista Thomas Nast. La magia y el espíritu navideños, por su parte, con la paz, el amor y la unidad familiares como valores esenciales, está en deuda con el inoxidable Cuento de Navidad (1843), de Charles Dickens, que traza emocionante parábola sobre la posibilidad transformadora del egoísmo en bondad, durante la Navidad.
Ojo, no todas las celebraciones típicas se parecen. En Cataluña, los chiquillos consiguen sus obsequios fajando a un simpático tronco mágico llamado Tió de Nadal, al que mantienen calentito bajo una manta los días antes de la Navidad, para proceder a golpearlo tras la misa de gallo a fin de que “cague” los regalos. Aunque bizarra, no es una criatura siniestra como sí lo son otras presencias inquietantes del variado calendario folclórico festivo. Por estas fechas, por ejemplo, familias escandinavas ya estarán desempolvando su Tomte, un gnomo temperamental que se lleva de perlas con gatos callejeros y que dará presentes… si se le canta y está de buenas. A diferencia del glotón de Santa, prefiere papilla de avena en Nochebuena y es ducho en venganzas jorobadas, que pueden llegar al homicidio si alguien se olvida de dejarle ofrendas.
En algunos países alpinos, mientras tanto, Papá Noel tiene un colega demoníaco con patas de cabra, colmillos y cuernos, Krampus, que se ocupa de los niños malcriados de la peor manera: azotándolos con una cadena, metiéndolos en un saco y trasladándolos al inframundo. Y Gales no se queda atrás, siendo hogar de Mari Lwyd, macabra yegua esquelética que, cada Navidad, se levanta de entre los muertos y va de puerta en puerta, solicitando ingreso. La dejan entrar los que pierden contra ella una batalla de rimas picantes, y es un auténtico castigo: Mari Lwyd trae mala suerte y, para más inri, suele llevarse algún que otro souvenir, sin pedir permiso.
Sin duda este animado cráneo equino haría muy buenas migas con cierto cantor puro hueso: el protagonista de una de las joyas navideñas del séptimo arte, El extraño mundo de Jack, película imaginada -más no dirigida- por Tim Burton, antítesis de cualquier fórmula edulcorada. Por otra parte, para quienes gusten recrearse con fábulas bien pensantes, abundan las opciones. Entre las más clásicas, ¡Qué bello es vivir! (1946), de Frank Capra. Y de factoría argentina, está Todo el año es Navidad, que pegó el salto de la tevé al cine en 1960 con moralejas y dirección de Román Viñoly Barreto. Aquí el actor Raúl Rossi interpreta a un Papá Noel que desciende del cielo por encargo del arcángel Miguel, y ayuda a Olga Zubarry y gran elenco a solucionar unos cuantos líos.