Ritos medievales de exorcismo digital
A mediados de los 70, el prejuicio contra las calculadoras electrónicas de bolsillo comenzaba a ceder y en algunos colegios los alumnos podían usarlas durante los exámenes de matemática y física. Con algunos recaudos, por supuesto.
Las autoridades académicas sospechaban, no sin razón, que el discípulo podría, con tales herramientas, resolver problemas y ejercicios de forma automática, o almacenar datos, en lugar de memorizarlos. Pero, afortunadamente, estas máquinas demoníacas tenían un talón de Aquiles. Si se las apagaba, programas y datos se evaporaban de sus chips. En consecuencia, antes de cada examen, el profesor debía cerciorarse de que los alumnos pusieran sus calculadoras en off.
En las queridas aulas del Colegio Nacional de Buenos Aires, hube de asistir atónito a un rito que nos obligaba a mantener las calculadoras en alto para que el docente, que recorría morosamente los pupitres, observara las pantallitas. En no pocas ocasiones, solicitaba, suspicaz y receloso, que se prendiera y se volviera a apagar el dispositivo.
Me había criado entre computadoras, por el trabajo de mi padre, y en cada examen sentía que algo estaba muy mal en ese exorcismo digital, que esa caza de brujas (toda caza de brujas) no se condecía ni con el espíritu de los tiempos ni con el del colegio. No imaginé que en los siguientes meses me vería envuelto en una de las aventuras intelectuales más extrañas y significativas de mi adolescencia; una que, además, sellaría gran parte de mi futuro profesional.
En 1975 -el mismo año en que se fundó Microsoft, un año antes de la creación de Apple-, llegó a mis manos una HP-65. Era la primera calculadora programable de bolsillo y, para no tener que tipear decenas de instrucciones cada vez que se necesitaba correr un programa, ofrecía unas tarjetas magnéticas para almacenar el código. Abuelas del diskette y del pendrive, estas tarjetas venían a sanar el talón de Aquiles en el que tanta confianza habían depositado los profesores.
La física me fascinaba, pero era pésimo con la aritmética, de modo que me aboqué furiosamente a entender el lenguaje de programación de la HP-65. Luego de mucho esfuerzo, pude resolver ecuaciones y fórmulas con sólo apretar una tecla. Mi truco se mostró exitoso en el siguiente examen, cuando, tras el rito de expurgación de las pantallas, cargué mi programa y pude verificar que había resuelto correctamente los ejercicios.
Estaba permitido que nos prestáramos las calculadoras -para que todos atravesáramos el examen en las mismas condiciones-, y, como era de esperarse, mi máquina se volvió súbitamente muy popular. Podría decirse, con toda justicia, que mi primera actividad informática fue la creación y distribución de software clandestino.
Bromas aparte, la providencia había puesto a mi alcance una herramienta revolucionaria en un momento bisagra de la historia de la civilización. Me llevó un verano entero, cientos de horas de estudio y mucho ensayo y error tomarle la mano a este arte nuevo y disruptivo de hilvanar instrucciones de programación. Pero el resultado fue asombroso. Los bienintencionados profesores le daban el visto bueno a la pantalla apagada de mi máquina, repitiendo una receta que creían infalible y que, sin embargo, había nacido obsoleta. El código es poder; el balance de las fuerzas se había invertido y el software escrito por un chico de 15 años había derrotado a la autoridad académica.
Por entonces, lo admito, sentía que estaba haciendo un poco de trampa. Hoy sé que aquellos primeros palotes en el rústico lenguaje de la HP-65 me enseñaron destrezas que en un lustro se revelarían fundamentales. Se venía un tsunami que arrasaría con todo, y por eso, a la distancia, perturba la foto de las calculadoras en alto. Se parece demasiado a tratar de tapar el sol con las manos.