Riesgos del código de ética
Al arribar a New York, un periodista le preguntó a Lord Selwyn, conocido diplomático británico, si tenía planeado visitar algún club nocturno durante su estadía. Selwyn respondió: "¿Hay algún club nocturno en New York?". A la mañana siguiente, el periodista publicó una nota que comenzaba del siguiente modo: "'¿Hay algún club nocturno en New York?" Esa fue la primera pregunta que realizó a su llegada el diplomático británico Lord Selwyn.'.
El ejemplo sirve para enfrentar un tema recurrente, sobre el que incluso la propia Presidenta se manifestó hace pocos meses. Me refiero a la posibilidad de establecer un código de ética para periodistas.
Resulta sencillo argumentar a favor de ese hipotético código. Los periodistas deben procurar la excelencia de su trabajo del mismo modo que ocurre en cualquier otra actividad. Eso distingue al buen profesional del mediocre, y es tanto más importante cuando el ejercicio de la profesión puede afectar a terceros. Así ocurre con los médicos, con los arquitectos, con los ingenieros y, por qué no, con los periodistas.
También podemos advertir que algunos profesionales no siempre actúan de manera responsable. Por ello existen códigos de ética. Como los periodistas no son inmunes a las miserias humanas, nos resultará razonable imponerles un código de ética. Esto parece tan natural que en ocasiones los propios periodistas son quienes reclaman esos códigos.
Pero el argumento tiene pies de barro. Los problemas comenzarán en cuanto intentemos redactar el código y se acrecentarán mucho más cuando tengamos que decidir cómo aplicarlo y quién será el encargado de hacerlo.
La ética intenta explicar qué está bien y qué está mal, qué es justo e injusto. A pesar de que podamos suponer que es fácil saber cuál es la conducta correcta, la realidad es mucho más esquiva. Consecuencialistas, intuicionistas, subjetivistas y escépticos, son sólo algunas de las miradas desde las que desde hace miles de años se intenta responder a esas preguntas.
La discusión parece académica, pero se traslada a los hechos cotidianos.
Discusiones como el aborto, la tortura o la pena de muerte derivan en conflictos que, en cierto nivel de la discusión, no son sino dilemas éticos.
El intento de Occidente de exigir a otras culturas el respeto por las mujeres, por el derecho de propiedad o por la democracia, es también un problema ético.
Establecer el límite ético para obtener información resulta conflictivo, pero el problema apenas comienza allí. La regla que se estipule requerirá seguramente de múltiples excepciones, y luego necesitaremos personas que valoren los hechos concretos y decidan si el periodista se comportó de manera honesta y profesional o no.
Discutir sobre estos problemas resulta necesario y apasionante.
Pero si los encargados de valorar éticamente la conducta de un periodista tienen la posibilidad de imponerle sanciones o impedirle ejercer su profesión, la censura y la autocensura estarán a la vuelta de la esquina.
Esta tensión se puede ver en la Declaración de Principios sobre Libertad de Expresión de la Comisión Interamericana de Derechos Humanos, donde se afirma que: "La actividad periodística debe regirse por conductas éticas, las cuales en ningún caso pueden ser impuestas por los Estados".
Por su parte, la Corte Interamericana, en la Opinión Consultiva 5/85, señaló que las razones que justifican la colegiación obligatoria de otras profesiones no pueden invocarse en el caso del periodismo, pues conducen a limitar de modo permanente la libertad de expresión que reconoce a todo ser humano el artículo 13 del Pacto de San José de Costa Rica.
Distintos medios y asociaciones de periodistas, como Fopea, cuentan con sus propios códigos de ética. Otras asociaciones, como Adepa, enuncian principios tendientes a guiar el accionar de sus asociados. Se trata de iniciativas valiosas.
Las asociaciones de periodistas y de medios deben jugar un papel importante en el debate de las reglas éticas de la profesión. El paso que no debemos dar es el de imponer esas reglas desde el Estado o exigir la agremiación en una entidad encargada de hacerlas cumplir. Si ello ocurre, rápidamente nos encontraremos con un grupo de funcionarios que podrán ejercer ese instinto social, encarnado lamentablemente en muchos, que es la censura.
Un código de ética periodística impuesto desde el Estado perjudicará a los periodistas, pero su efecto silenciador nos afectará todos. Si un periodista no se comporta en forma ética, sus pares pueden exponerlo públicamente y los lectores contarán con la más aterradora y fulminante arma con la que pueda ser sancionado: dejar de leerlo.
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