Ricardo Piglia, el escritor como el lector más generoso
Fallecido a comienzos de este mes, su obra crítica puede leerse como la de un digno discípulo de Borges
Ricardo Piglia se acaba de morir, y con él se fue uno de los lectores más inteligentes, apasionados y generosos que ha dado nuestra literatura. En el siglo XX al menos, solo él y Borges fueron capaces de escribir sus lecturas de modo tan "persuasivo" (con esa palabra caracteriza Piglia las lecturas de Borges en El último lector). Se puede pensar que Piglia fue, en este aspecto, el discípulo de Borges, que muchas veces, como debe ser, completó y corrigió la lección del maestro. Si Borges hizo entrar la novela policial clásica en nuestra literatura, a través de sus textos críticos, de la colección El Séptimo Círculo y de la escritura de cuentos como "La muerte y la brújula", Piglia lo hizo con la novela negra, que Borges denostaba; si Borges escribió ciencia ficción a partir de Poe, Lovecraft o Olaf Stapeldon, Piglia hizo lo propio con Philip Dick (que Borges no podía leer, porque era un doble demasiado cercano), Thomas Disch, William Burroughs y Thomas Pynchon. Ambos tenían presente de manera constante la tradición argentina que los precedía, con especial énfasis en el siglo XIX, y sus textos raramente intentaban vérselas con nuestra "realidad" sin tomar en cuenta los modos en que esa realidad fue constituida por la literatura que los precedió o caminaba con ellos.
Claro que insistir en estos paralelismos o similitudes lleva necesariamente a preguntarse por sus divergencias. ¿Qué diferenciaba a Borges y a Piglia como lectores? Sería interesante indagar la cuestión a partir de un objeto compartido, Macedonio sin duda, que es un caso extremo porque puede pensarse como invento de ambos (a mí, personalmente, me interesa mucho más lo que tengan para decir Borges o Piglia sobre Macedonio que lo que dijo Macedonio mismo).
Ambos se divertían, y nos divierten enormemente con sus lecturas. Nunca, cuando escriben sobre lo que leen, se los escucha aburridos. Tampoco enojados (en cambio David Viñas, otro de nuestros grandes lectores, nunca leía tan bien como cuando estaba muy enojado con su objeto de lectura). Pero a Borges a veces lo cegaba el odio. A Piglia nunca. Piglia sigue leyendo allí donde Borges se detiene, a veces por cuestiones puramente temporales: Piglia lee a Puig, a Saer; a veces por cuestiones ideológicas: Piglia puede leer al Che Guevara, como escritor y como lector, algo que para Borges hubiera sido constitutivamente imposible; Piglia puede leer el peronismo o más bien, porque nadie puede leer el peronismo, puede leer a Walsh y a Arlt y, en ellos, algo que se parece al peronismo. Borges, está bastante claro, ni podía, ni quería, leer el peronismo.
Alguna vez propuse que Rodolfo Walsh perseguía el Santo Grial de la literatura argentina: la novela peronista de Borges. Los asesinos de la dictadura le impidieron escribirla, pero algo de ella sobrevive en la entrevista que Piglia le hizo a Walsh en 1970. Quedan muy pocas entrevistas de Walsh, y la de Piglia parece contenerlas todas: es tan buena que parece un cuento de Walsh. O de Piglia. Y si efectivamente existen en nuestra literatura novelas que se acercaron a esa "novela peronista de Borges" que Walsh pudo haber escrito, esas novelas se llaman Respiración artificial, La ciudad ausente, Plata quemada.
Apuesta a los juegos de lectura
Respiración artificial es, desde su concepción misma, una apuesta, de vida o muerte, a los juegos de lectura: una novela escrita en la Argentina de la última dictadura, publicada en la Argentina de la dictadura, que habla de lo que pasaba en la Argentina de la dictadura, pero que los militares de la dictadura no eran capaces de descifrar mediante los actos de lectura que les eran posibles. Como para extremar el desafío, Piglia introduce un personaje, Arocena, que lee en forma paranoica partes de la misma novela que lo incluye y encuentra en ellas toda clase de mensajes en clave, pero son tantos y tan contradictorios que se extravía en su propio laberinto. Si el primero, y el mejor de los cuentos policiales de Walsh, "La aventura de las pruebas de imprenta", es una aventura de lectura, y el detective es un corrector literario que resuelve un crimen leyendo las pruebas de imprenta, Piglia escribirá "La loca y el relato del crimen", donde Renzi, versado en lingüística, resuelve el crimen enseñando cómo escuchar el relato de una esquizofrénica.
Todos los buenos escritores son buenos lectores pero no todos son lectores generosos. Joyce, por ejemplo, era un lector supremamente egoísta: leía únicamente en función del libro que estaba escribiendo, y para ese libro. Otros autores escriben sus lecturas, pero lo hacen de manera algo desmañada o displicente; en Borges y en Piglia, en cambio, basta leer unas pocas líneas para advertir que escriben con tanta pasión y precisión la ficción como la crítica, y de hecho esto hizo posible que ambos borraran los límites entre uno y otro género y escribieran esas críticas ficcionales o ficciones críticas que los caracterizan. Están también los autores que cuando hacen crítica siguen hablando de sí mismos y de su escritura: cuando Onetti habla de Faulkner lo leemos para saber de Onetti, no de Faulkner; lo mismo sucede con Saer y el nouveau roman. Borges y Piglia, en cambio, leen con tanto ardor e inteligencia que desaparecen en sus lecturas, adquiriendo una suerte de incandescencia que las ilumina a la par que ellos se vuelven invisibles.
"A nadie le gusta deber nada a sus contemporáneos", solía sentenciar Borges citando al Dr. Johnson. La generosidad de Piglia le permitió romper con esta regla. Dedicó a sus dos casi contemporáneos Rodolfo Walsh (1927) y Manuel Puig (1932), y a su estricto contemporáneo Juan José Saer (1937) un histórico seminario que dictó en 1990 en Filosofía y Letras de la UBA y que se publicaría en forma de libro en 2016, con el título Las tres vanguardias. En él, habla de sus pares como si fueran sus maestros.
Hay una fábula de Virginia Woolf que no me canso de repetir, seguramente porque me gustaría que fuera cierta. Llega el día del Juicio y los abogados, los conquistadores, los estadistas suben al cielo a obtener sus recompensas. Detrás de ellos llegan los lectores, con sus libros bajo el brazo, y al verlos el Todopoderoso se vuelve hacia Pedro y le dice, no sin envidia (un detalle encantador, el de esa divina envidia): "Ellos no necesitan recompensa alguna. No tenemos nada para darles. Vienen con sus libros". No nos cuesta demasiado, a esos bichos raros que somos los lectores, imaginar el paraíso bajo la forma de una biblioteca, y la eternidad como la oportunidad de leer todos los libros que no hemos podido leer en vida. Tampoco nos es difícil imaginarlos a Borges y a Piglia sentados lado a lado, leyendo en silencio, en sus sillones celestes. Y muy cada tanto levantando la vista de sus lecturas para dirigirse, el uno al otro, una callada sonrisa.