Revolución en el islam
Sólo los musulmanes tienen el poder para hacer prevalecer entre los fieles el mensaje superador de la paz que logre detener los suicidios y asesinatos masivos que hoy amenazan al mundo y condenan a su propio pueblo
Maravilloso. Una lluvia diluviana recorre todos los intersticios del islam para iluminar la mente de sus fieles.
Durante centurias predominó la guerra o el letargo, la creatividad o la esclerosis. En las últimas décadas emergió algo muy grave: el absurdo del suicidio santificador (también llamado martirio) para cometer grandes asesinatos. A esos criminales se los exalta desde las mezquitas, escuelas y gobiernos como ejemplos a seguir. El resultado fue un aumento de las oleadas de sangre. Aumenta la pulsión de exterminarse masivamente entre los propios seguidores del Profeta: chiitas, sunnitas, alawitas, miembros de Al-Qaeda, de los Hermanos Musulmanes, de Estado Islámico y otras denominaciones que compiten en la producción de cadáveres y refugiados. Pero no sólo en Siria, sino también en otros lugares donde son débiles las comunicaciones y el resto del mundo casi ni se entera: en Yemen, por ejemplo, ya alcanzan dos millones setecientos mil los refugiados de su guerra civil-religiosa. Son musulmanes que despedazan a otros musulmanes, y lo hacen por diferencias que pronto serán consideradas ridículas. Para confundir (o confundirse), también atentan contra los "infieles" de Israel, Europa y cualquier otro rincón del mundo. Suponen que libran una guerra santa. Clérigos y políticos, mediante el silencio, hipocresías, discursos ambiguos y falsas promesas, son cómplices de esta enfermedad.
Pero ahora la lluvia quita lagañas. ¿Estoy soñando?
Clérigos, políticos, diplomáticos y líderes han decidido unirse para restablecer el núcleo de su fe. En el Corán se repite que todos los mensajes divinos fueron transmitidos por Alá, "el clemente y misericordioso". Insisto: "el clemente y misericordioso". Alá es el creador de la vida, del amor y de la caridad. Por lo tanto, quitar la vida ofende la grandeza de su esencia. En todas las mezquitas, en las grandes y en las pequeñas, los imanes alzan su voz indignada contra quienes destruyen y asesinan, porque perturban el plan sagrado. Condenan a quienes se suicidan para matar a otros o a quienes simplemente matan a otros. Gritan que ese acto es aberrante, que no entraña santidad ni abre las puertas del paraíso. Que matar es un impulso de satán, no del Santo de los Santos.
Los enfrentamientos entre hermanos de fe de todas las grandes religiones vienen desde antiguo. El desprecio de ciertas denominaciones contra otras llegó a tornarse infranqueable. ¿Recuerdan la Noche de San Bartolomé? ¿Recuerdan la Inquisición? Hasta que llegó el Concilio Vaticano II, convocado por Juan XXIII, prevaleció esa mentalidad arcaica, propia de la jungla. Ese Concilio desmontó barreras y empezó a construir puentes que ya no sólo se refieren a otros hermanos en Cristo, sino también a los demás seres humanos cualquiera que sea su creencia o falta de creencia. Constituyó un avance prodigioso, una mayúscula bendición.
En Occidente se propagó la culpa por los genocidios. Para no repetir las discriminaciones que los hicieron germinar, surgió la resistencia a condenar los grandes desvíos musulmanes. Las contadas voces que se atrevieron a señalarlas -Oriana Fallaci, Pilar Rahola, Alan Dershowitz, entre otros- fueron acusados de islamofóbicos. Pero no se trata de islamofobia, sino de una objetiva denuncia contra las deformaciones que impulsan clérigos y líderes fanáticos, ignorantes y resentidos.
La buena noticia, en cambio, nos aporta júbilo. Los países árabes ricos, incluso los que dilapidan fortunas en torres que producen vértigo y lujos que no podían haber soñado ni los compañeros del Profeta, han decidido hacerse cargo del transporte, de la alimentación, del alojamiento y de las medicinas que necesitan con urgencia los millones de refugiados producidos por los propios musulmanes. Lo consideran un impostergable deber. Han decidido que esas multitudes desesperadas reciban ayuda de los propios musulmanes. No deben sufrir y morir en trayectos forzados que los llevan a otras lenguas, culturas y desafíos en Europa, sino que permanecerán entre sus hermanos, en los inmensos territorios que poseen en el Medio Oriente. Sobran fortunas para canalizar ríos, forestar desiertos, construir ciudades, trazar rutas, levantar fábricas. La caridad que tanto se elogia en el islam tiene ahora la ocasión de mostrarse a pleno. Los centenares de miles de carpas modernas, con aire acondicionado y agua potable que construyó Arabia Saudita para recibir a los peregrinos serán destinadas provisoriamente a esos refugiados.
No hará falta que Europa y las demás inoperantes y burocráticas organizaciones mundiales les ordenen hacerlo. El renovado islam lo hará por sí mismo. Dará un ejemplo del poder que tiene su fe en el aspecto vital, no sólo asesino.
El nuevo islam exigirá que la cuantiosa ayuda que se derrama en organizaciones terroristas como Hamas sea derivada hacia la reubicación de los refugiados que han producido las matanzas de los propios musulmanes. Hamas tiene ahora líderes millonarios mientras desvía los fondos que recibe para cavar túneles que le permitan invadir Israel y matar a sus ciudadanos. También exigirá desenmascarar a la Autoridad Palestina, cuyos medios de comunicación e institutos de enseñanza estimulan a diario que los jóvenes sean mártires suicidas para acceder al paraíso.
La bienvenida revolución islámica condena el uso de "escudos humanos", técnica perversa inventada por Hamas, Hezbollah y Al-Fatah que consiste en disparar cohetes desde escuelas y hospitales para que cuando venga la respuesta puedan acusar al enemigo de "inhumano" e "infanticida".
El mundo no sabe cómo luchar contra gente (muchos de ellos conversos que necesitan convencerse de su elección mediante gestos extremistas) que anhela morir para ingresar en el paraíso prometido. La solución está en manos del propio islam. El islam, en esta lluvia sanadora, toma conciencia de la oportunidad que tiene para revelarse "clemente y misericordioso", como ejemplifica Alá. Por eso deja de lado a los predicadores cargados de odio y opta por los que derraman amor y sabiduría. Hacen sonar desde cada mezquita el mensaje profundo y superador de la paz. No más asesinatos ni suicidios. Sólo gestos de fraternidad.
Doy vueltas en el lecho. Estoy transpirado. ¿Tiene lugar ese gran congreso de la revolución islámica? ¿O hay que convocarlo?