Rever la función de la universidad
La llegada de un nuevo gobierno invita a reflexionar sobre aquello que pretendemos ser. Intuyo que en educación batallamos por ser los mejores, aunque tengo mis dudas. Al menos si me guío por los resultados obtenidos y los reclamos sociales que apenas son murmullos. Se debate, es cierto, pero con la circularidad de un perro que busca morderse la cola. Para colmo de males, los diálogos en educación superior son complejos.
La universidad es autónoma en cuerpo y espíritu. Se exhibe soberbia y distante. Rara vez escucha consejos. La devora su narcisismo y así, como decían Cobián y Cadícamo, sufre el síndrome de la adolescencia: "Mis veinte abriles me llevaron lejos... locuras juveniles, la falta de consejos". Consejos hubo, pero no es fácil que los escuche. Y si bien no es necesario que vuelva vencida "a la casita de sus viejos", sí que madure y replantee su rol social y económico de cara a un futuro incierto y cambiante.
Consecuencia de esa soberbia transmitida, existe en la Argentina una enfermedad denominada "universititis". Terminado el ciclo secundario pareciera no haber opciones salvo ingresar en una de las 131 universidades con las que cuenta el país. Se obvia el sector terciario no universitario como si ingresar en él fuese caer en profunda desgracia. Pero tiene su lógica. Ocurre que él mismo ha sido lisa y llanamente abandonado por el Estado. No existen políticas serias que velen por su calidad ni que lo articulen con la universidad. No ha de sorprender, entonces, que sea pensado como una opción inferior. Sin embargo, es esto un error, uno tan grande como pensar que el sistema secundario es superior al primario por el hecho de sucederlo temporalmente.
Hoy no es necesario abrir nuevas universidades. Los más de 2000 institutos terciarios en donde se forman 500.000 docentes y 400.000 técnicos deben ser aprovechados con lógica estratégica, utilizándolos como paso alternativo para quienes deseen continuar estudios universitarios. Esto implica jerarquizarlos y pensar en ciclos comunes en ambos subsectores, trayectos que permitan el pasaje de manera no traumática de uno al otro, del terciario al universitario, y viceversa. La educación debe ser un proceso continuo, permanente y sin barreras.
Por otro lado, la universidad creció de manera anárquica. Esto provoca que la Argentina no produzca un capital humano alineado con una economía moderna. Pero tampoco gradúa el número suficiente de profesionales si su objetivo es crecer y desarrollarse. Menos de 2 de cada 10 trabajadores tienen estudios superiores, terciarios o universitarios. En Canadá, Japón e Israel más de la mitad de la fuerza de trabajo completó este nivel de educación y el promedio en las naciones OECD supera el 40%. Debemos pensar el nivel postsecundario como un todo articulado que no estigmatice al sector terciario y así alentarlo como alternativa válida. El conocimiento debe multiplicarse y no ser sectario.
Terminadas las promesas de campaña, aquellas de repartir lo que de ninguna manera existe, es hora de ponerse a hacer. Es necesario que la universidad no solo se articule con la totalidad del sector postsecundario, sino que dialogue con el mercado. Esto último sin la paranoia, tan presente en nuestra cultura, de pensar que si lo hace se entrega a la lógica de un capital privado voraz y desalmado. La paradoja es que, aislándose, es ella misma quien se arroja a las manos del individualismo, uno que nos seguirá manteniendo en el atraso.
Profesor del Área de Educación de la Escuela de Gobierno, Universidad Torcuato Di Tella