Retrato de una mujer inasible
Dora habla, calla, va y viene con algún recuerdo. Envuelve al hombre que la escucha; lo intriga, lo exaspera, lo fascina.
No fue la primera histérica; antes vinieron las muchachas que Charcot exhibía y fotografiaba con más interés que escrúpulos. Dora no fue la primera, pero su caso, puntillosamente registrado por Sigmund Freud, se convirtió en una pieza esencial en la compleja teoría –y su disruptivo método– que el médico austríaco terminaría por construir. Dora, la que no que quería lo que deseaba. La jovencita atractiva y de modales perfectos cuyo cuerpo se retobaba y se quedaba sin habla o estallaba en episodios de tos para los que no había ningún tipo de explicación física. La mujer que, en un rapto inmanejable, abofeteó al señor casado que la cortejaba sin saber que ese acto – y sus dichos o silencios al respecto, los sueños y la orilla del lago donde aquello ocurrió– pasarían a la historia y serían estudiados por varias generaciones de futuros psicoanalistas.
El cuerpo de la célebre paciente de Freud denunciaba aquello que sus palabras no podían nombrar, y no puedo dejar de pensar en esto mientras leo Retrato de Dora, obra de teatro de Héléne Cixous recientemente editada en la Argentina por Las Furias.
Cixous es una autora deslumbrante, poeta, ensayista y crítica poco traducida en la Argentina. La filósofa Anna Pagés le dedica un pasaje de Cenar con Diotima, libro que indaga los modos en que la filosofía y la literatura abordaron la cuestión de la feminidad. La problemática de la feminidad en el peculiar hacer literario de Cixous, escribe Pagés, pone en cuestión "el punto de vista falocéntrico, masculino (no necesariamente de los hombres), perspectiva que ha pretendido decir todo sobre la experiencia de sufrimiento de las mujeres singulares respecto de su propia vida". A modo de ejemplo, Pagés cita un fragmento de La risa de la medusa, libro de ensayos de Cisoux donde lo poético, la teoría y la reflexión forman parte de una única trama. "Nosotras las precoces –escribe allí Cisoux–, nosotras las inhibidas de la cultura, las hermosas boquitas bloqueadas con mordazas, polen, alientos cortados, nosotras los laberintos, las escaleras, los espacios hollados; las despojadas, nosotras somos ‘negras’ y somos bellas".
Ese aliento y esa escritura enigmática impregnan Retrato de Dora. En la obra, los personajes son básicamente voces, parlamentos que se cruzan y no siempre se responden entre sí. Hay algo ligeramente onírico en el fluir del texto, una corriente difusa, contradictoria, solapada, huidiza. Cixous parece escribir con el pulso misterioso del deseo.
"¡Si se atreve a besarme, le daré una bofetada!", dice Dora con tono de amenaza. Inmediatamente después, cariñosa, vuelve a decir: "¡Atrévase a besarme, le daré una bofetada!". Estamos en el comienzo mismo de la obra. Y la muchachita problemática seguirá rizando el rizo de su historia. Su voz se intercalará con la voz del padre al que ama; hará contrapunto con el testimonio del hombre casado al que no quiere pero del que acepta regalos y atenciones; discutirá con las intervenciones de la mujer de ese hombre, por la que Dora siente bastante más que un enorme afecto.
Los personajes de Cixous danzan entre palabras; Dora, que no es víctima, padece no obstante la opaca madeja que a su alrededor tejen los demás. Habla y nadie la escucha salvo el doctor que, más que escuchar, interpreta.
La ausencia de naturalismo potencia la obra; los gestos de algo ocurrido a fines del siglo XIX adquieren otra resonancia. Como en un susurro, Retrato de Dora desliza que nadie está libre de la jaula de su época. En el cuerpo de la joven se embravecían emociones que no podía reconocer, tan inevitablemente atada a su tiempo como el hombre que se empeñó en descifrarla. Para descubrir que, para él también, Dora resultaría inasible.