Respetar la división de poderes
Desde hace lustros se ha puesto de moda que quien sea presidente de la Nación o sus ministros critiquen fuertemente ante la opinión pública decisiones judiciales con las que no están de acuerdo. En otros casos, las declaraciones, hacia el futuro, insinúan o directamente exigen cómo deberían fallar los tribunales. Y en supuestos más bien raros, hasta formulan comentarios aprobatorios de lo dispuesto por la judicatura, cuando eso les conviene.
Esta tendencia, por su persistencia, se ha naturalizado. Muchos la toman como algo normal, posible y moralmente aceptable. Algunos estrategas también la han visto como una saludable muestra de coraje cívico por parte de quienes hacen tales comentarios o como una hábil maniobra para consolidar la presencia pública y la iniciativa política del opinante. Además, si la sentencia es defectuosa, eso, más unos gramos de populismo en el discurso crítico, puede producir créditos políticos.
Para legitimar todo esto se recurre al argumento de la sacrosanta libertad de expresión: el jefe del Estado y sus colaboradores tendrían el mismo derecho a manifestar sus puntos de vista que cualquier ciudadano. Además, puesto que son políticos de profesión, necesitan comunicarse con la gente, en especial para captar su adhesión. Se suele oír que es "muy democrático" que quien gobierna diga lo que piensa acerca de los fallos judiciales y que lo haga saber al pueblo. De tal modo se justifica, por ejemplo, algún desorden con la excusa de que tal libertinaje es "democrático". No ha faltado, por cierto, quien dijera que cortar calles y rutas, ocupar apiacere espacios públicos, tomar colegios o empresas o incluso practicar el aborto libre es algo "democrático".
Las cosas, sin embargo, no son tan así. Por un lado, hay un principio que parece haber sido sepultado en la Argentina, pero que conviene exhumar, que es el de "cortesía constitucional". Indica que los protagonistas que hacen gobierno deben tratarse con reglas básicas de educación y respeto. Al respecto, no es correcto que, so pretexto de opinar, altos funcionarios agredan o intenten influir en los jueces.
Como resultado mínimo de la aplicación del principio de división de poderes, los pilotos del Poder Ejecutivo no deben interferir en las causas judiciales. Una forma clara de esa intromisión son las declaraciones que desprestigian a los tribunales o que procuran incidir en sus pronunciamientos.
En esto no se juega solo la dignidad de los jueces, sino también los derechos de los litigantes: demandantes y demandados, fiscales, acusados y defensores, sin olvidar a las víctimas. Cuando un ministro reclama una absolución o una condena, se entromete en un proceso y directa u oblicuamente está favoreciendo a alguien y perjudicando a otro. Ello importa torcer la balanza, con todo el enorme peso político del que dispone el Poder Ejecutivo, ya en pro, ya en contra, de alguno de los sujetos del proceso judicial.
En otras palabras, ese tipo de declaraciones lesionan a menudo el derecho de los habitantes al debido proceso, que debe ser imparcial e independiente. Esto no constituye una alegoría o un principio romántico, sino una exigencia constitucional y convencional, proveniente también del derecho internacional de los derechos humanos.
Por ejemplo, la Corte Interamericana de Derechos Humanos, en el caso "Apitz Barbera", ha alertado de que las autoridades, especialmente las más altas del gobierno, deben ser particularmente cuidadosas en orden a que sus declaraciones públicas no constituyan una forma de injerencia o presión lesiva de la independencia judicial o que puedan inducir o sugerir acciones por parte de otras autoridades que vulneren la independencia o afecten la libertad del juzgador.
Tales afirmaciones del tribunal regional no son solo reglas de buenos modales, sino directrices obligatorias para el Estado argentino.
Desde luego, si el presidente o sus ministros entendieran que en una causa un juez ha violado gravemente sus deberes, disponen, como toda persona, del derecho a iniciar el trámite disciplinario pertinente. Aunque también en ello deben proceder con responsabilidad institucional, a fin de no convertir el proceso de remoción en un instrumento de chantaje o de domesticación de la judicatura. Y si consideran que una sentencia penal condenatoria es injusta, el presidente de la Nación cuenta para corregirla, en la esfera nacional, con el recurso del indulto o de la conmutación.
Profesor en UBA y UCA