Reseñas. No hay risas en el cielo, de Ariel Urquiza
El segundo libro de Ariel Urquiza (Tres Arroyos, 1972) es una colección de cuentos protagonizada por narcotraficantes, sicarios, verdugos que pueden convertirse, como ocurre en “El camino sin orillas”, en víctimas conscientes. Es un universo masculino el de No hay risas en el cielo, en el que las mujeres cumplen papeles secundarios: víctimas de asesinato, madres humilladas, esposas similares a una sombra, como en “La araña muere en su tela”. Un emblema de esos personajes lo configura la imagen fotográfica que Vaqueiro, uno de los servidores del Señor, encuentra en una finca perdida en la selva. “Debe de andar por los treinta, o un poco más. Un vestido floreado, la nariz respingada, el pelo claro recogido en un rodete. Daría la impresión de que no esperaba que le fueran a sacar una foto”, describe el narrador. Desde el más allá del cliché fotográfico, esa mujer muerta opera en simultáneo en la trama del relato y en la conciencia del personaje.
Al tratarse de rufianes para los que la vida propia o ajena vale poco y nada, esa conciencia nunca está en paz. Si no traman venganzas o emboscadas, repasan los pormenores de una vida redimida por el crimen: “Antes, vivía en un cinturón de miseria en el que todos los días mataban a alguien. Si el Señor no lo rescataba de esa vida, seguro que no llegaba a los veinte”, conjetura uno de los sicarios. En gran parte, el único escenario de los relatos de Urquiza -más que una guarida en Lanús Oeste o en la selva centroamericana, una casa en Ciudad de México o una mansión en Santiago de Chile- es esa conciencia rota.
El protagonista de un relato puede ser la víctima de otro; en un cuento, el asesino a sueldo a cargo de una misión ordenada por el Señor puede, en otro, ser reventado a balazos. Urquiza crea un universo autónomo, desapegado de aquello que narra. El imperio de la ley del crimen, o la “justicia del Señor”, regula desde adentro las ficciones. Ésa es una crítica que se podría hacer: los universos imaginarios, cuando se emancipan del mundo, también se desenganchan de algunos sentidos prácticos. No obstante, entre los aciertos se halla el uso de las diversas clases de español que hablan los siervos del Señor. Los sicarios, reclutados de varios países de América Latina, conversan acaloradamente en casi todos los relatos y, de a poco, cada voz define a un hombre.
En el primer cuento, Jonathan lleva cocaína a una fiesta en el barrio mexicano de colonia Condesa, donde, le comenta la dueña de casa, durmió León Trotsky. Él no sabe de quién habla. Su madre, una mula al servicio de los jefes narcos, acaba de morir. “Estaba solo en el mundo y el mundo era un sueño que ardía”, reflexiona el chico. De esa pesadilla se ocupan los cuentos del libro de Urquiza, ganador del premio Casa de las Américas 2016.
NO HAY RISAS EN EL CIELO
Ariel Urquiza
Corregidor
160 páginas
$ 270