Reseñas: M Train, de Patti Smith
Durante décadas, Patti Smith fue sinónimo de rock. Fue llamada la madrina del punk y la reverenciaron como pionera en ese tan masculino mundo rockero. Pero lo cierto es que todo comenzó con la palabra; que antes que cantante, fue lectora y poeta, y como tal llegó a Nueva York, donde comenzó a darse a conocer gracias a su manera performática de leer sus aguerridos poemas, acompañada por la guitarra distorsionada de Lenny Kaye.
Poco después ya estaba grabando Horses, su primer álbum. Parte de esa historia de iniciación fue la que reflejó en su anterior libro, el premiado Éramos unos niños, centrado en la relación que mantuvo con Robert Mapplethorpe, cuando ambos deambulaban por la ciudad, afiebradamente creativos, antes de convertirse él en el gran fotógrafo del placer y ella en la gran poetisa del rock.
Tras la edición de El mar de coral y Tejiendo sueños (dos libros pequeños, escritos antes que el mencionado) llega éste, su trabajo más logrado. Suerte de azaroso diario escrito a lo largo de poco más de dos años, M Train deja la bella sensación de haber sido invitados por un rato a compartir su vida, en la que los sueños son tan importantes como la vigilia o, mejor aún, son puentes que comunican con otras dimensiones. Es justamente un sueño –un cowboy que dice: “No es tan fácil hablar de nada”– el que da inicio al libro y el que, también, provocó su escritura. Palabras que se convirtieron en una suerte de desafío primero y luego en el hilo del que tirar para extraer anécdotas y retazos de su vida.
Todo se va enhebrando, en un ir y venir entre ensoñaciones, memorias y deseos: los escritores reverenciados (Jean Genet y la ofrenda que imaginó y logró cumplir en un arco de más de treinta años; el encuentro con Paul Bowles en Tánger, la nostalgia por los consejos que William Burroughs ya no le podrá dar, como aquel que la llevó a viajar a Veracruz, en México, a los veintipocos años en busca del “mejor café del mundo”); los objetos que atesora, pequeñas cápsulas de tiempo que encierran recuerdos –la silla de su padre; la de su bar preferido; la de Roberto Bolaño, en la que se sentó y se arrepintió inmediatamente–, y los que se van, como ese abrigo desaparecido que aún sigue buscando en lo que ha llamado, bello concepto, El Valle de lo Perdido.
Smith fue escribiendo, en su casa, en los bares, en servilletas durante sus viajes, siguiendo el ritmo y los caprichos de sus pensamientos. A veces con entusiasmo, a veces envuelta en una suerte de lejana apatía. “Sin darme cuenta, caigo en una ligera aunque persistente desazón. No es depresión, sino más bien fascinación por la melancolía, a la que doy vueltas en la mano como si fuera un pequeño planeta, veteado de sombras, de un azul imposible”, escribe.
Es esa nostalgia la que se revela también en su pasión por los escritores trágicos, por los muertos jóvenes y bellos con los que habla y a los que venera y la que la lleva, por ejemplo, a escapar por un tiempo de Nueva York para participar de un encuentro del Continental Drift Club, reducida asociación “científica” de la que extrañamente también forma parte gracias a la fotografía, otra de sus pasiones.
En sus vagabundeos va coleccionando imágenes, polaroids tan espontáneas como su escritura, que buscan el alma de las cosas. Varias de ellas, como la tumba de Sylvia Plath, la cama de Frida Kahlo, la mesa de Friedrich Schiller, están incluidas en este libro cuyo título, que se ha mantenido en inglés en la edición local, nos permite en castellano la misma ilación de palabras y sentidos. Es M de memorias, claro, pero también, de mente, de misterio, de meditación, de música.
M TRAIN
Patti Smith
Lumen
Trad.: Aurora Echevarría
280 páginas
$ 349