Reseña. Viaje sentimental, de Sandro Barrella
En Teoría del viaje, el filósofo Michel Onfray dice que “el deseo del viaje se alimenta mejor de fantasmas literarios o poéticos” para luego “verificar la existencia real y factual del lugar ambicionado, entrevisto por los íconos, las imágenes y las palabras” porque “todo viaje vela y desvela una reminiscencia”.
Viaje sentimental, de Sandro Barrella, parece constituir la puesta en acto de esa idea. Su estructura circular, que sigue la lógica de los pasajes aéreos, empieza y termina en Italia, enmarcando una estadía en algunos de los países balcánicos.
Ya desde el comienzo, el ritmo del libro propone una atmósfera precisa y, a la vez, onírica: “Miré el Vesubio
y me solté la mano izquierda/ para tomar la copa y sin dejar de mirar/ el volcán le recordé que el abrigo que llevaba/ en el sueño lo había perdido hacía años en un viaje”.
Pero el viajero sentimental que, a diferencia del cronista esnob, no reniega de su condición de turista también empieza el viaje mucho antes de llegar a destino. Mediante la lectura, por ejemplo, de La colina de los últimos, “un libro que leyó hace muchos años
acerca de la lucha antifascista/ en los Balcanes” o a partir de la escucha de la sinfonía número 6 de Tchaikovski.
El presente tampoco queda indemne del efecto circular: se quiebra a causa del extrañamiento lírico de sus propias anotaciones en una libreta, reparando en lo irreparable de aquellas estaciones que no vio (o solo vio en sueños) por quedarse dormido y en su vocación de buscar huellas: “Luego irá hasta un Pub a beber
la cerveza local,/ se hará parroquiano por un rato,/ escrutará en los ojos de las gentes/ habituales del lugar/ el pasado reciente, si es que algo/ de la antigua Yugoslavia/ permanece en sus miradas”.
Además de probar la cerveza, comer platos típicos, visitar sitios como el templo de San Sava de Belgrado (la iglesia ortodoxa más grande de Europa), asombrarse con las playas de Croacia y contemplar “la sinfonía estática” de las montañas, el viajero sentimental encuentra placer en lo que denomina “seducciones del sonido”: se deleita con sintagmas conocidos (países satélites, telón de acero), recupera los nombres de países dichos en su propio idioma (“Hravtska”) y hace “kilómetros en tren
para escuchar de boca de sus habitantes el nombre/ de una ciudad y ver en la estación/ un cartel escrito”. Esta poética del viaje encuentra un punto de fuga, una referencia exponencial, en el apartado sobre Yuri Gagarin, el primer humano en viajar al espacio exterior.
Poeta de dedicación casi exclusiva (El golf, Los pájaros y Los italianos a la guerra), Barrella vuelve con todo su equipaje emocional a decirnos –poéticamente hablando– que viajar es revivir un poco.