Reseña: Somos luces abismales, de Carolina Sanín
El fragmento vino hace tiempo a ocupar el lugar de los grandes relatos, suele decirse. Los ocho textos que componen Somos luces abismales, de la colombiana Carolina Sanín (Bogotá, 1973), se enlazan solo a partir de una voz: la primera persona. No para que la autora se cuente a sí misma, sino para buscar un sentido posible a habitar el mundo.
Hay un impulso vital que alimenta los textos: la exploración del nombre de las cosas. De ahí que ya en el primero, "El sosiego", el lenguaje y la escritura ocupen el primer plano. "Cada oración que escribo es un intento por ir a mi lugar, al lugar donde comienza el día", se lee. La frase marca el recurso constante de cruzar el lenguaje con la experiencia. La reflexión constante sobre la palabra y su lugar se vuelven un tejido capaz de capturar en su red una forma de la identidad contemporánea. De ahí que los cuentos borren la distancia entre el ensayo y el cuento. El argumento apenas tiene importancia. Lo que sostiene la prosa es un sentido que parece hacer pie en algunas imágenes para sumergirse en una dirección precisa. De alguna manera, el perro Ánima, el árbol, la paloma, una tórtola, el nido resultan los puntos que hay que unir para descubrir un dibujo total de lo que se cuenta.
Relatos como "Un potro" y "Nidos y tumbas" son, además, un cuento y la serie de sucesos que los inspiraron. En ese sentido, algunas escenas de Somos luces abismales aparecen como las recurrencias y obsesiones que van delineando una poética y dejan a la vista un mito de origen de la escritura.
La prosa de Sanín, autora también del alabado Los niños, revela el sentido de sucesos azarosos como la enfermedad de una amiga o la muerte de un profesor. Las preguntas van a abrir el camino a las ideas. Una curiosidad: en "Las Pléyades", escrito en 2018, reflexiona sobre qué nos habla un virus. "De nuestras palabras. De cuanto está disociado en el hombre y es su desvío, su desvarío, su engaño, su estar y no estar y es también parte de su acción y su energía".
El recuerdo y la memoria son constantes que la escritora colombiana enlaza en su deriva. Las imágenes bordean un misterio que nunca termina de revelarse. Y en ese movimiento la escritura va fundando un territorio propio a medida que lo nombra. Las frases avanzan sostenidas por la cuerda del sentido, como si fueran un barrilete, hasta que de tanto en tanto la narración les da un tirón para llevarlas más alto.