Reseña. Mal de época, de María Sonia Cristoff
¿De qué se trata una novela? Suele confundirse la novela con la historia, con el relato que a veces se despliega en ella. Pero no todas las novelas cuentan ni requieren historias, y aunque lo hagan, la novela nunca es sólo la historia. Si así fuera, Moby Dick sería apenas la cacería de una ballena blanca y Madame Bovary, la historia de una mujer infiel de provincia.
¿Pero de qué trata una novela como Mal de época, el nuevo libro de María Sonia Cristoff? Podría decirse que de la novela misma y de las historias como fantasmas sociales, incluso patologías sociales. La novela como síntoma e imaginario de una época, según sugiere con mayor sutileza y misterio la autora, como enfermedad metafísica, como mal.
Cristoff (Trelew, 1965) se vale para eso de dos relatos que se desarrollan en forma alternada y elusiva a lo largo de Mal de época. El relato de FG, un muchacho del que “su documento dice que nació en Catamarca pero él dice que viene de Irak, o mejor dicho de Siria”, aunque vaya a saberse de dónde viene. Probablemente sólo pueda decir, como la maravillosa Toni Pollak, el personaje fetiche de Norberto Soares, “vengo de la guerra”. Y esa guerra está sobre todo en su cabeza. El lenguaje de FG es un desahuciado lenguaje bélico o de espionaje: claves, pistas, atentados. Su condición es una aislada y empobrecida supervivencia.
Por otro lado, se lee el relato de un escritor o escritora, que bien podría identificarse con el autor mismo, que viaja a la ciudad francesa de Bordeaux para buscar pistas, en este caso de Albert Dadas, el célebre paciente psiquiátrico del siglo XIX que a la vez padeció e inventó –junto, por supuesto, a su médico, el profesor Tissié– la locura ambulatoria, la compulsión a la fuga y a la marcha. De pronto, Dadas emprendía su caminata, menos como el anárquico y genial David Thoreau que como el idiota tierno de Forrest Gump, y no paraba, desvanecido, hasta sesenta o setenta kilómetros después.
Mal de época despliega su trama en esos dos relatos, pero de alguna manera se enuncia entre ellos. Pasadas las primeras cincuenta páginas, el lector podría preguntarse cuál es la relación entre esas dos historias, entre esos dos personajes, entre esos dos mundos.
“Lo de siempre –escribe Cristoff–, lo que a mí me quita el sueño no le importa a nadie.” Puede que lo que quita el sueño sea el punto de encuentro o de enlace entre ambas partes. De algún modo los dos personajes son casos clínicos. Locos, sí, pero también desesperados. Y de Fiodor Dostoievski a Thomas Bernhard, de Stendhal a Jean Echenoz, la literatura ha sabido ocuparse de ellos.
“FG entiende que él no es cualquier vecino desesperado sino un estratega en misión, una célula activa”, se lee en Mal de época. Los incomprendidos, los que quedan por fuera del catálogo decorativo de cada siglo, son escritos en esta novela con el estilo un poco burlón y ligero que también define nuestro tiempo. De manera que el estilo también se pliega al objeto mismo de la novela.
En algún rincón del libro se advierte que la locura es como una desterritorialización: los desplazamientos, la relación entre viaje y demencia, sugieren una de las leyes del inconsciente. “El paseante de pronto convertido en una marioneta destartalada”, cita Cristoff al neurólogo Jean-Martin Charcot, espíritu mentor de todos los psiquiatras del libro. Como un coche viejo, que va perdiendo atributos y funciones, también las épocas se disuelven, más que terminan. Mal de época es menos una novela experimental que excéntrica. Escrita con una intensidad recatada y elegante, Cristoff subraya en ella ese momento de disolución en que las historias, y también la novela, antes de morir, se vuelven locas, cada vez más cifradas e inestables.
MAL DE ÉPOCA. María Sonia Cristoff, Mardulce, 212 págs., $ 250