Reseña. Maestros de la escritura, de Liliana Villanueva
Algunos escritores tienen la suerte de tener un maestro; otros, la de no haberlo tenido. Los afortunados que se inscriben en la segunda categoría son legión; los de la primera también son legión, pero en el Río de la Plata. Es sabido que los talleres literarios en la Argentina fueron y siguen siendo ubicuos. En Maestros de la escritura, Liliana Villanueva se ocupa de este fenómeno nacido durante la última dictadura –o más bien, a causa de ella– cuando las reuniones de intelectuales en bares como el Tortoni y el Café de los Angelitos se convirtieron en una actividad peligrosa y pasaron al ámbito privado. Entre los primeros escritores que abrieron las puertas de sus casas para ofrecer un espacio de resistencia están Abelardo Castillo y Liliana Heker, dos de los homenajeados en este libro.
No sorprende que Villanueva se haya interesado en abordar un tema como éste, porque de algún modo Maestros de la escritura sigue la estela de ese otro libro suyo, Las clases de Hebe Uhart, sobre la maestra de la que fue alumna durante trece años y que, por supuesto, está presente en este volumen que también incluye a María Esther Gilio, Mario Levrero, Alberto Laiseca, Alicia ?Steimberg y Leila Guerriero, todos ellos escritores y cada uno un capítulo en sí mismo.
Villanueva es una suerte de guía turística de su libro. Narra con claridad y soltura cómo fue acopiando testimonios y organizando el material de su investigación. Cuenta desde el impacto que le provocó la primera conversación telefónica con Castillo hasta la visita al geriátrico en el que Laiseca le hacía contrabandear cigarrillos, pasando por cantidad de preguntas a los diferentes maestros –con la excepción de Levrero, que ya no vivía cuando ella comenzó su proyecto– y a varios de sus alumnos. Villanueva sabe escuchar al otro y mantener su ego a raya. Tal vez por eso no emite juicios de valor ni establece jerarquías.
Si bien el objetivo de todo maestro es lograr que sus alumnos escriban mejor (aunque según Uhart "hay gente que empeora"), la impronta y metodología de cada uno es bien distinta. Heker y Castillo, por ejemplo, son selectivos a la hora de incorporar nuevos discípulos. Para ella lo fundamental es que los aspirantes a su taller acepten comprometerse religiosamente con la corrección; para él, la lectura de ciertos clásicos era tan esencial, podría decirse, como las vacunas que hay que darse antes de viajar a un paraje exótico. En la otra vereda se encuentran Levrero y Laiseca, que admitían alumnos sin ningún requisito y tenían una concepción menos intervencionista de la pedagogía. Para ellos despertar la imaginación con consignas lúdicas era más importante que señalar errores.
Entre estos dos polos opuestos, Steimberg insiste en la comprensión de los textos; Giglio apuesta a la repregunta y a la preparación exhaustiva de la entrevista; Guerriero persigue, sin desvíos, la eficacia de la crónica, y Uhart se detiene en la observación de los detalles. Es también ella quien considera que "coordinar un taller es como ir caminando por la calle con un grupo de borrachos: cada uno se va para cualquier lado". Y si bien el comentario busca ser gracioso, en realidad es un involuntario autoelogio, porque qué mejor que no crear clones de uno mismo. "No quiero formar un ejército de Laisequitas", diría más adelante Laiseca detrás del humo de sus Imparciales.
Aunque a veces prefiera callarlo, todo maestro sabe que por más que se esfuerce, corrija, proponga ejercicios o dicte máximas, nunca podrá convertir a alguien en algo que no es. O, dicho en las categóricas palabras de Castillo, "si de mis talleres sale un escritor es porque ya era un escritor cuando llegó".
Maestros de la escritura, Liliana Villanueva. Godot, 263 páginas, $ 400