Reseña: Los monstruos más fríos, de Silvia Schwarzböck
Es difícil condensar en pocas líneas el caudal de ideas puesto en juego por Silvia Schwarzböck en las páginas de Los monstruos más fríos. Estética después del cine, un ensayo extenso, ambicioso, que cubre prácticamente un lapso de cien años.
Con un pie en el siglo XX y otro en el XXI, el libro intenta responder de qué forma el cine moldeó nuestra subjetividad; de qué forma todos, quien más quien menos, somos hijos del cine. Pero, sobre todo, cómo esa experiencia estética fue mutando con el correr de las décadas, una vez concluida la edad de oro del cine clásico, con el cine moderno y luego el contemporáneo, con la irrupción de la televisión, hasta llegar a la web y su infinitud audiovisual.
En 1924 –así comienza el ensayo– Lenin afirmó: “El cine llegará a ser un arte de Estado. Incluso el más importante”. Dado el grado de desarrollo cinematográfico en aquel entonces, es una expresión tan visionaria como oracular, que la autora se encarga de refrendar y complejizar: ¿hasta qué punto se imbrican la consolidación del cine como industria con la del estado de masas, la configuración del ciudadano moderno con la del espectador de la sala oscura?
“El cine crea un sujeto que en el momento de la recepción se comporta como masa, es decir, fríamente, y que, dada su frialdad, necesita ser movilizado,” escribe la autora. El cine, agrega, se dirige a las masas sin requerir de ellas una cultura previa: “Cualquier sujeto se convierte en espectador (un obrero o un crítico) en el acto mismo de ver películas”. Es esta capacidad, inédita para el resto de las artes, lo que convierte, rápidamente, al cine en un arte de Estado. Es una idea sobre la que Schwarzböck vuelve una y otra vez a lo largo del libro, reformulándola, hasta convertirla en uno de sus ejes estructurales.
Que la pedagogía del cine no tiene precedentes en la historia de las artes, que para ver una película no hace falta un saber especializado, que el espectador de cine se forma viendo películas y las películas, a cambio de esa formación, no le piden ningún tipo de esfuerzo. “Ni siquiera el de concentrarse: ellas mismas se encargan de que lo haga, sin que hacerlo signifique esforzarse”. Allí reside la especificidad del cine respecto de las otras artes, y también su carácter revolucionario.
Pero si bien las películas del cine clásico “tienen que formar, además de espectadores de cine, buenos ciudadanos”, este principio empieza a resquebrajarse con el surgimiento del cine moderno. La autora fecha ese cambio en 1960, con el estreno de Psicosis. La obra maestra de Alfred Hitchcock revela que el espectador, “por el modo en que la cámara lo sobreentiende, ya está debidamente formado”. A partir de entonces los cineastas, con Godard a la vanguardia, empiezan a tomarse “la osadía de no entrar en dialéctica con el público”, poniendo en cuestión la estatalidad del séptimo arte. Según la periodización de Schwarzböck, el cine contemporáneo, definido por su férrea voluntad de reescritura, surgiría una década más tarde, en 1972, alrededor de El padrino como referente.
Con un tono asertivo y filoso, que no rehúye la polémica y la provocación (en la misma senda que Los espantos, sobre literatura argentina en la posdictadura, que Schwarzböck publicó el año pasado), Los monstruos más fríos está estructurado en capítulos cortos, concisos, que van encastrándose y agregándose orgánicamente. Y si bien es claramente el ensayo de una especialista (la autora es catedrática de estética en la UBA, estudiosa y traductora de la obra de Theodor Adorno), no está dirigido a lectores especializados o académicos. Por el contrario, como los mejores textos de Slavoj Zizek sobre cine, es un libro que se abre a todo aquel que quiera preguntarse por el lenguaje audiovisual (de sus orígenes a su actualidad más candente), al mismo tiempo que por la política y los fundamentos de la subjetividad contemporánea.
LOS MONSTRUOS MÁS FRÍOS
Por Silvia Schwarzböck
Mar dulce. 358 págs., $ 320