Reseña: La librería, de Penelope Fitzgerald
Los escritores ingleses corren con ventaja. Basta un apellido poco conocido para que las cejas lectoras (al menos las argentinas, por puro reflejo borgeano) pasen del signo interrogativo al gesto de curiosidad.
Penelope Fitzgerald (1916-2000), celebrada en Gran Bretaña aunque no muy frecuentada en castellano, llegó a la literatura tarde y sin darse cuenta: empezó con un enigma policial a los sesenta años, se inclinó luego por obras en clave autobiográfica y terminó jugando con la historia. La última novela, la mejor, La flor azul, fue sobre el romántico Novalis.
La librería (1979) permite entender por qué a Fitzgerald se la coloca en la línea genealógica de Jane Austen. Florence Green, una viuda de mediana edad que vegeta en una apartada localidad de Suffolk, decide un buen día abrir una librería, la única del lugar. Aprovecha para eso un caserón antiquísimo, frecuentado por un fantasma sonoro, un rapper. A partir de ahí, la inocencia mezclada con la hipocresía se va distribuyendo en un abanico de personajes más bien clásicos, bien delineados. En esta parábola libresca de pueblo chico que no llega a infierno grande, los gatillos argumentales son apenas sugeridos: por ejemplo la masiva puesta en venta de Lolita. Estamos en 1959 y Florence desconoce los escándalos que empieza a producir la reciente novela de Nabokov.
Aunque agridulce, La librería es un libro "encantador", pero como ocurre con los de otros escritores británicos menores (Muriel Spark, V. S. Pritchett), también esconde un misterio insular: solo los ingleses pueden permitirse esos tonos anticuados como si fueran lo más natural del mundo.
La librería
Por Penelope Fitzgerald
Impedimenta. Trad.: Ana Bustelo. 192 páginas. $ 650