Reseña: El hada que no invitaron, de Estela Figueroa
Cuatro libros conforman El hada que no invitaron, volumen que reúne toda la obra de la poeta Estela Figueroa (Santa Fe, 1946). El último de ellos, Profesión: sus labores, estaba hasta ahora inédito.
Cuatro libros desde la publicación del primero, Máscaras sueltas (1985), cuando a sus casi cuarenta años la autora dio a conocer una poesía en su punto de madurez y plenitud que ponía en entredicho –como lo hizo también el rosarino Aldo Oliva– la estrecha categoría de “poesía joven”. El primer texto de aquella colección define ya una ética del poema. El juego de sustituciones e intercambios entre lo nombrado y quien nombra propone una mirada horizontal en relación con el mundo, al propio sujeto de enunciación, a las palabras y a la naturaleza, concentrada –como en buena parte de su obra– en las plantas de su patio, para bregar “por un ordenamiento/ que lo abarque todo”. Ese fin establece, como un manifiesto, el punto de partida para leer su obra entera. Es un punto de mira que construye una voz sin estridencias, de tono bajo y elaborado por el que pasan tanto las incidencias de lo cotidiano como los “grandes temas”.
Máscaras sueltas se alimenta además de una serie de citas y homenajes a lecturas y autores como Milosz, Emily Dickinson, Kavafis, Ezra Pound o William Faulkner. En el caso de este último, por medio de un poema que recrea de manera magnífica el cuento “Una rosa para Emily”, para el que encuentra este final: “Mujeres/ sólo un hombre muerto puede ser fiel./ ¡Gloria a Dios/ en los cielos!”
De este libro también es el notable “Sensibilidad femenina”, con su doble alusión: a James Cain, autor de El suplicio de una madre, y a Cesare Pavese, que tradujo al italiano al escritor norteamericano. Figueroa se vale en ese texto del juego de espejos entre la trama de la novela de Cain, donde la hija menor de la protagonista muere antes de la página veinte, la imposibilidad de releer ese libro, sabiendo que esa muerte sucederá inexorablemente, y un final que refleja lo que pudo haber sentido una mujer en un campo de concentración de la dictadura: “¿Y qué imaginaban que sentí/ cuando desde la celda donde me tenían/ oí la voz de un niño?”
A ese primer libro le sigue A capela (1991), donde figura “La enamorada del muro”, suma de las virtudes y constancias de Figueroa, del que la poeta sin embargo se sobrepone con facilidad (a veces un gran poema se torna escollo). Con la serie “Tres poemas a la muerte de su padre”, por ejemplo, conmovedores sin sentimentalismo, rigurosos en sus versos cortos, medidos, asordinados, y que tendrán una secuela perfecta un libro después con “Los huesos de mi padre”, a quien vuelve a rendir homenaje, mientras se oye el eco de sir Thomas Browne y su sentencia: “Pero ¿quién conoce el destino de sus huesos o cuántas veces será enterrado? ¿Quién tiene el oráculo de sus cenizas o sabe si han de esparcirse?”
La forastera, del cual proviene ese último poema, continúa una línea que se mantiene inalterable desde el primer libro y va a proyectarse hacia el último. El imaginario de Figueroa parece formularse desde la certeza de un lugar, o dicho a la manera de Saer, una “zona”. La poeta ha establecido las coordenadas para llevar a cabo su decir: la provincia (sin ningún atisbo de color local), los hijos, los amores (consumados, contrariados); el diálogo con la poesía y los poetas amigos; una mirada constante al acontecer político entendido desde la ética. Este último aspecto cobra mayor presencia en Profesión: sus labores, donde las referencias a la dictadura y sus consecuencias se vuelven más visibles.
Pero acaso sea “el patio” la gran zona fundante de la poesía de Estela Figueroa. Como el “jardín” de otra poeta, Diana Bellessi, es en este espacio de la casa donde establece su verdadera residencia, punto de apertura, observación y canto, como una estoica del litoral o “el hada que no invitaron.”
EL HADA QUE NO INVITARON
Por Estela Figueroa
Bajo la Luna. 214 páginas. $ 295