Reseña: De qué hablo cuando hablo de escribir, de Haruki Murakami
Es difícil hacerse a la idea de que la fantasía sonámbula y paranormal de Haruki Murakami, esos mundos con cielos de dos lunas, animales parlantes, televisores que cobran vida en medio de la noche y mujeres guerreras fecundadas por telepatía, pueda surgir de la mente de alguien tan sobrio y rutinario como dice ser el propio escritor. Sentirse solo es lo único que el autor de Tokio blues comparte con sus personajes, muchos de ellos hijos únicos, como él: “Hay que escribir una novela para comprender verdaderamente la dimensión de la soledad”. Ésta y otras tantas confidencias pueden leerse en De qué hablo cuando hablo de escribir, un conjunto de once ensayos autobiográficos que buscan reflejar el detrás de escena del oficio de escritor.
Murakami (Kioto, 1949) no pretende hacer literatura con sus ensayos. Los considera trabajos no creativos, aunque no por eso menos honestos, y se cuida de no incluir en ellos ideas que pudieran servirle para una novela. “Uno nunca sabe qué va a necesitar y por eso es mejor usar los materiales con esmero, incluso ser un poco tacaños.” Pero la mezquindad de algunos escritores, como en este caso, es ciertamente más interesante que la generosidad de otros.
“Una vez que se empieza a hablar del oficio, es irremediable hablar de uno mismo”, advierte el escritor japónés. Y así uno se entera de que nunca le gustó demasiado estudiar, que tampoco quería ser un eslabón más del sistema laboral, que no bien se casó puso un bar de jazz y que, como para Balzac, las deudas fueron por largo tiempo su leitmotiv. Su primera novela le valió un premio y gracias a esto se envalentonó y siguió escribiendo. La perseverancia, según él, es un requisito sine qua non para ser escritor. Abandonar su país fue un modo de hacer oídos sordos a las críticas de una intelligentsia nipona que lo subestimaba por considerarlo muy occidentalizado. Los Beatles, el jazz y su preferencia por escritores como Joyce, Hemingway o Kafka más que Mishima no lo convertirían nunca en merecedor del prestigioso premio Akutagawa, cosa que hoy lo alegra porque prefiere que su nombre no cargue con el peso de ningún galardón. El capítulo sobre los premios literarios es de los más punzantes. Allí no sólo cuestiona la inutilidad y arbitrariedad de ciertas distinciones –el hecho de que Borges no haya ganado el Nobel no le es indiferente– sino que también ironiza con la cantidad de premios que pululan en su país: “Tengo la impresión de que en Japón todos los días entregan al menos uno”.
Otro capítulo provocador es el que trata sobre la escuela. Allí comienza criticando la ineficaz enseñanza del inglés y las tediosas clases de educación física, para terminar disparando contra todo el sistema educativo, que según él busca convertir al alumnado en un rebaño de ovejas fácil de pastorear, objetivo que se replica en el sistema social japonés. Ante este problema complejo, no conjetura soluciones, más bien ruega: “Que no se aplaste la imaginación de los niños que la tienen”.
Los capítulos restantes son menos fervorosos. El que trata sobre la originalidad resulta un tanto naíf y, paradójicamente, poco original; el que hace foco en cómo escribir una novela aburre en su recuento monótono de los vaivenes de la reescritura. Sin embargo, por más elementales que puedan parecer, todos revelan en algún momento una verdad que los redime o plantean teorías simpáticas como, por ejemplo, la que asegura que “escribir novelas no es un trabajo adecuado para personas extremadamente inteligentes”, con el fin de desmitificar la figura del escritor, algo coherente y hasta predecible viniendo de alguien que asegura haber descubierto su vocación en un estadio de béisbol.
Es una lástima que Murakami sea reacio a las presentaciones en público, porque cualquiera de los textos de De qué hablo cuando hablo de escribir podría haber dado pie a una disertación o a esa modalidad tan en boga en nuestros días como la charla TED. Las razones para afirmarlo abundan: los capítulos son concisos, el lenguaje es simple y el humor no se desestima; el tono es el de una conversación y los temas se abordan desde un viaje emocional convincente. Sin embargo, a diferencia de los jóvenes entrepreneurs que exudan optimismo, convencidos de que el mundo puede salvarse desde un atril, Murakami se permite dudar y preguntarse hacia el final del libro si todo lo que ha escrito servirá de algo.
DE QUÉ HABLO CUANDO HABLO DE ESCRIBIR
Haruki Murakami
Tusquets
Trad.: Fernando Cordobés y Yoko Ogihara
296 páginas, $ 389