Réquiem para un militante
No estaba allí en busca de un lugar en las listas de candidatos ni tenía la pretensión de volverse funcionario
Lo conocí en los días en que la Argentina se pulverizaba junto a la convertibilidad de su moneda. Había llegado hasta allí queriendo hacer su aporte para evitar que la crisis acabara con los más necesitados.
Él creyó que Kirchner podía ser el hombre que sacara al país del letargo. Recuerdo que el primer día me habló con reservas. Sabía que yo era alguien "importante" en la campaña presidencial que se avizoraba, pero no conocía muy bien lo que en concreto pensaba.
Bastaron un par de charlas para que la confianza entre nosotros apareciera. Entonces conocí su historia. Supe que había sido un militante activo en los años 70. Hasta cargaba en su cuerpo las huellas de aquella disputa que lo terminó empujando hacia tierras españolas sólo para salvar su vida. Allí, cargando una familia que había construido con Liliana, fue a veces locutor y a veces periodista. Conocí todo lo que hizo para poder construir y avanzar en la adversidad del exilio.
No la pasó bien. Pero nunca creyó que el destierro al que los dictadores lo habían condenado le otorgaba más derechos que a otros. Siempre lo tomó como parte del aprendizaje feroz que muchas veces la política impone con perversidad en Argentina.
Amaba la política. Renegaba tanto de los conservadores que perpetúan la desigualdad como de las "vanguardias iluminadas" que tantas frustraciones habían dejado. Cuando se lo escuchaba hablar, no era difícil darse cuenta que no estaba allí en busca de un lugar en las listas de candidatos ni tenía la pretensión de volverse funcionario. Estaba orgulloso de una condición militante que exhibía y que estaba dispuesto a no perder. Su única obsesión era ayudar a consolidar un país más justo después de tantos sinsabores.
Pese a él, en mis días de Jefe de Gabinete lo convertí en mi asesor. Detestaba los despachos y los autos oficiales. Nada lo obsesionaba más que los desvíos de la política.
Con el correr del tiempo, sabiendo de su valía, le pedí que integrara la lista de diputados nacionales y accedió estar, como acto militante, en los últimos lugares de la nómina. Algunas renuncias prematuras, acabaron convirtiéndolo en legislador. Estuvo dos años en el Congreso Nacional cumpliendo lealmente su deber y mascullando broncas por el modo en que veía distorsionar el proyecto en que confiaba.
Cuando concluyó su mandato volvió al llano y entonces sentí que con ello recuperaba la felicidad de volver a la militancia. Regresó a su casa austera de siempre ubicada en el barrio de siempre (allí en los márgenes de La Plata) y con Liliana, su compañera de siempre.
En los últimos tiempos disfrutaba pensando en qué podía hacer un último aporte en estos días amargos que debemos afrontar. Hasta se reunió con Darío Giustozzi ofreciéndole su ayuda militante temeroso de que el futuro del gobierno bonaerense acabe disputándose en ligeros programas televisivos en los que el divertimento es bailar.
De quien hablo se llamaba Carlos Lorges y acaba de morirse. Nadie escribirá sobre él sólo porque fue un militante casi anónimo. Trabajó por la gente y no se enriqueció en la política. Y cuando se codeó con el poder sólo lo hizo para recordarle las obligaciones que tiene para con la gente.
En estos días en que los "militantes" se rentan, se preocupan por ocupar espacios en la burocracia del Estado y por defender desfalcos y estafas de un vicepresidente, vale la pena reparar en la buena conducta de un militante.
Porque al fin y al cabo, la buena política mucho tiene que ver con la buena conducta.
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