¿República o plenos poderes?, recordar nuestra historia para no repetir errores
Se ha vuelto a plantear la cuestión de las delegaciones legislativas; esas leyes nos hacen retroceder dos siglos, pero favorecer al Ejecutivo es una idea fija en la Argentina
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En estos días en que se volvió a plantear la cuestión de las delegaciones legislativas es importante recordar nuestra historia en la materia para no repetir errores. Las leyes de plenos poderes nos hacen volver dos siglos atrás. La Argentina ha tenido gobiernos de diferentes signos políticos, pero una idea fija: los superpoderes a favor del Ejecutivo. Es triste ver que muchos de los que luchaban contra estas prácticas nocivas hoy las justifican por conveniencia.
Salvo honrosas excepciones que enaltecen la tradición republicana, nuestra historia está plagada de políticos que para imponer sus ideas utilizaron atajos. Esa viveza criolla, o anomia boba, recurriendo a la expresión que utiliza Carlos Nino, fue horadando lentamente nuestra seguridad jurídica y se antepone a nuestro desarrollo económico. La delegación legislativa ataca de manera directa al sistema republicano en su corazón: la división de poderes, el equilibrio entre ellos y su control recíproco.
Existe un principio derivado del common law que reza “delegata potestas non potest delegari”, el cual significa que está prohibida la delegación de un poder o función que a la vez es delegado por el pueblo al Congreso. Los legisladores deben entender que no tienen ninguna legitimidad para entregar graciosamente la función que les ha confiado la ciudadanía.
La tradición autoritaria de nuestro país, con sus escribas jurídicos, ha insistido permanentemente en la necesidad de ciertos poderes de emergencia. Los argumentos a favor de las delegaciones son siempre los mismos: “el fin justifica los medios”, “mayor velocidad”, “necesidad técnica”, “poderes inherentes del presidente”. Los resultados también son siempre los mismos: decadencia, atraso y corrupción. Toda delegación importa el incumplimiento de una parte de la Constitución.
La delegación legislativa (DL) está regulada en el artículo 76 de nuestra Ley Fundamental. La incorporación a la Constitución de esta modalidad, al igual que los decretos de necesidad y urgencia (DNU), tuvo como objetivo limitar el ejercicio de una práctica nociva que venía realizándose de hecho. Así, para contener el ejercicio del Poder Ejecutivo, se estableció como principio general la prohibición de esta. Luego, en la segunda parte del primer párrafo, se establecieron limitaciones debido a la materia y el tiempo. La emergencia ha sido la excusa para dictar leyes con amplias delegaciones en el Poder Ejecutivo.
La lectura del artículo 76 pone de manifiesto que existen varias limitaciones a la delegación: la que surge de la materia, que debe ser administrativa y en casos que requieren intervención del Congreso para que el Ejecutivo pueda actuar, la necesidad de que el Poder Legislativo especifique qué parte determinada de la materia es la que se delega, la necesidad de que ello se haga en el marco de una emergencia, la obligatoriedad de fijar un plazo bajo pena de inconstitucionalidad, el establecimiento de un marco normativo preciso y un mecanismo de control posterior que, como veremos, hoy en día es deficiente.
Pero, más allá de todas las limitaciones, corresponde entender que es una práctica prohibida. Esa es la pauta interpretativa fundamental de este instituto y, en virtud de ella, toda delegación debe ser analizada estrictamente y quien la defienda tiene la enorme carga probatoria de demostrar su validez.
Más aún, esta prohibición debe ser analizada junto con el artículo 29 de la Constitución. No debemos olvidar que este artículo fue incorporado tras la experiencia autoritaria de Rosas, quien gobernó con facultades extraordinarias y, en su segundo mandato, asumió con la suma del poder público. Los constituyentes de 1853 necesitaron plasmar allí la defensa del sistema republicano y el rechazo explícito a toda dictadura. Bidart Campos decía que esta norma era la más genuinamente autóctona de nuestra Constitución formal, porque provenía de la dolorosa experiencia vivida en la génesis constitucional durante la tiranía rosista.
La visión según la cual los órganos pluripersonales, como el Congreso, son ineficaces para tomar decisiones es la punta de lanza de quienes defienden las delegaciones. Así, en nombre de la eficacia, la urgencia o el pragmatismo, se han justificado las peores violaciones de los derechos individuales. Es curioso, porque los países que admiramos por sus grados de desarrollo coinciden en sostener una robusta deliberación pública de sus asuntos políticos y una férrea defensa de la división de poderes.
¿Cuál es la gravedad de las delegaciones legislativas? Pensemos en la inflación lacerante que sufrimos, fruto de que el Congreso durante años delegue en un Ejecutivo irresponsable (que a su vez controla un Banco Central no independiente) el régimen de la moneda. O las facultades delegadas para renegociar contratos de obra pública, con la corrupción y la falta de control que eso conllevó. Recordemos la crisis del campo de 2008, o las más recientes restricciones a derechos individuales en la pandemia. O las reasignaciones presupuestarias por parte del jefe de Gabinete, totalmente discrecionales y usadas con fines políticos. O la cantidad de delegaciones a organismos descentralizados, como la AFIP, el ENRE, el Enargas, el Enacom, la CNRT, etc. Esto implica que hay una gran cantidad de facultades delegadas al presidente que, más tarde, fueron subdelegadas a funcionarios desconocidos y con escasa legitimidad democrática. El peligro de delegar el poder lleva a que burócratas ignotos, en la sombra, sin control de la opinión pública, terminen restringiendo nuestros derechos y, muchas veces, sean presas de fuertes lobbies.
En todo caso, se debería lograr un consenso en torno a la derogación de la ley 26.122 dada su clara inconstitucionalidad. Fue elaborada cuando Cristina Fernández de Kirchner presidía la Comisión de Asuntos Constitucionales del Senado. Se trata de un obstáculo para el control de los DNU, de los decretos delegados y de los decretos producto de la promulgación parcial de leyes.
El Poder Legislativo, que nuestra Constitución ubica en primer lugar entre los poderes del Estado, no puede capitular en sus legítimas facultades con el débil argumento de que se “atenuaron” las delegaciones que originalmente propuso el Ejecutivo. Tampoco es correcto justificar las delegaciones con la suposición de que sin ellas no se puede gobernar. Aunque sea por dos días, no se debe entregar el principio de legalidad que hace a la esencia del régimen republicano de gobierno.
En ese sentido, ya que se habla de leales y traidores, es importante recordar que la pena más dura que menciona nuestra Constitución nacional es contra aquellos que formulen, consientan o firmen facultades extraordinarias, la suma del poder público, sumisiones o supremacías por las que la vida, el honor o las fortunas de los argentinos queden a merced de gobiernos o persona alguna. Los sujeta a la responsabilidad y pena de los infames traidores a la patria.
En un momento de tanta inestabilidad institucional hacemos votos para que prime la cordura y que nuestro país se encamine hacia la consolidación de un régimen que le aseguró en el pasado ubicarse entre las más importantes potencias del mundo, que es el que contempla nuestra Ley Fundamental.
Sabsay es profesor titular y director de la carrera de posgrado en Derecho Constitucional (UBA); Fernández Arrojo, abogado y docente de Derecho Constitucional