Reprimir o dialogar. Putin, ante un viejo dilema
Las denuncias de fraude y las masivas protestas en Moscú tras conocerse los resultados de las elecciones parlamentarias del mes pasado colocaron al premier ruso ante una opción que también los zares enfrentaron un siglo atrás. Y si tienen razón los especialistas, las lecciones de la historia indican que una vez que comienzan las manifestaciones en Rusia, tarde o temprano se salen de control.
MOSCU
Hace algunas semanas, cuando esta ciudad se preparaba para la primera de una serie de grandes movilizaciones contra el gobierno, algunos comentaristas parecían recurrir a la historia rusa para recordar cuando los zares y las masas chocaban con sables, hachas, cargas de caballería y multitudes de gente común que alzaba íconos sobre su cabeza.
En las viejas historias, las multitudes son una fuerza brutal, elemental, y no hay que sorprenderse de que los gobernantes rusos buscaran sofocarlas. Son parte de la memoria colectiva del Kremlin y sobrevuelan las protestas de la actualidad. Pedro el Grande, a los 10 años, recién declarado zar, se ocultaba temeroso detrás de su madre mientras guardias alzados empalaban a sus parientes con sus lanzas. El zar Alexis salió dispuesto a dirigirse a un grupo de peticionantes y se encontró rodeado, tomado de los botones de su abrigo.
Pero la narración más instructiva probablemente sea la del zar Nicolás II, cuyas tropas dispararon contra unos 8000 trabajadores que llegaron al Palacio de Invierno en 1905 para pedir mejores condiciones de trabajo. El ataque escandalizó de tal manera a los círculos que rodeaban a Nicolás que tuvo que adoptar las reformas reclamadas por los manifestantes, como la creación de un parlamento. Cuando surgieron nuevas protestas 12 años más tarde, decidió tomar una actitud diferente, al permitir que mujeres y niños se manifestaran pacíficamente por la falta de pan negro. Pero esas protestas se extendieron como el fuego, a huelguistas y a las tropas que se negaron a disparar contra ellos. Una semana después de la primera manifestación permitida, el zar Nicolás se vio forzado a abdicar.
Los primeros ministros y secretarios generales soviéticos que vinieron después de Nicolás se grabaron esta experiencia: la mejor manera de responder a manifestaciones masivas, concluyeron, es evitar a toda costa que éstas tengan lugar. Vladimir Putin, que llegó al poder después de las masivas manifestaciones de la era de la perestroika, adoptó un enfoque similar, de cortarlas de raíz, aunque la mayoría de las veces buscó evitar la violencia.
Richard E. Pipes, un estudioso de la historia de Rusia de larga trayectoria en la Universidad de Harvard, dijo que Putin tiene bien aprendidas las lecciones de la historia de su país. Una vez que comienzan las manifestaciones en Rusia, señaló, tarde o temprano se salen de control. "Si yo estuviera al mando, lo primero que haría sería reformar el Estado", opinó Pipes. "Pero si no quisiera hacer eso, prohibiría las manifestaciones, simplemente prohibirlas, y arrestaría a todo el que no lo aceptase."
Se oyeron ecos de esta teoría luego de las elecciones parlamentarias del 4 de diciembre pasado, cuando quedó en claro que los jóvenes rusos estaban dispuestos a manifestarse en mayor número que en cualquier otro momento desde que Putin llegó al poder en el año 2000. Ante una manifestación en la plaza Bolotnaya, el 10 de diciembre, desempolvaron la vieja frase de Aleksandr Pushkin: "Por favor, Dios, que no veamos esa clásica revuelta rusa, sin sentido y sin misericordia".
El novelista cercano al Kremlin Sergei Minaev alertó a los manifestantes que que si morían allí, incluso sus amigos cercanos olvidarían la causa por la que dieron su vida. "Si creyera en Dios –escribió por su parte el político liberal Leonid Gozman en vísperas de la manifestación–, le rogaría que hiciera entrar en razones a los generales y, más importante, a los que les dan órdenes."
El impacto de lo nuevo
Lo que ocurrió, por supuesto, fue algo fundamentalmente distinto, y por lo mismo, de gran impacto.
Para cualquiera que haya conocido la Rusia de Putin, la visión de lo que sucedió en la plaza Bolotnaya el 10 de diciembre fue casi un shock físico. Ha pasado tanto tiempo desde que hubo por última vez grandes cantidades de rusos en las calles exigiendo cambios políticos que la multitud –estimada en unas 50.000 personas, vigilada tranquilamente por la policía– parecía una maravilla natural, algo así como la aurora boreal.
Las personas en la multitud, en vez de escuchar a los oradores, la mayoría de los cuales tenían la vehemencia latosa de agitadores partidarios, se miraban unas a otras. No se veían desorbitados ni aplastados. No olían a temor o agresión. La masa crítica de profesionales de clase media que ha existido en Internet por años era de pronto un hecho físico, lo suficientemente cerca unos de otros como para sentir su temperatura corporal. Parecía el nacimiento de un nuevo organismo.
Nada que asuste sucedió ese día, ni tampoco en una nueva manifestación el 24 de diciembre, cuando la multitud fue significativamente mayor. Yevgeny Gontmakher, un economista que ha asesorado al gobierno en materia de protestas sociales, dijo que los líderes rusos no cuentan con fórmula alguna para responder a los manifestantes cuyas demandas no pueden responderse con dinero, porque por regla general ese tipo de multitud no ha existido aquí. Ha aparecido ahora "como una señal de que Rusia, a su manera, se está convirtiendo en un país occidental".
"Es la política pública –observó Gontmakher–. Ya no es algo marginal estar involucrado en la política pública. Creo que esto sucede por primera vez en Rusia. Y sugiere que Rusia tiene que escoger un camino europeo. La gente dice que Rusia no es Europa. No es así, Rusia sí es Europa."
Puede ser que estas últimas manifestaciones hayan marcado un cambio en la relación entre el Kremlin y las multitudes. Luego de un estallido inicial de ácida hostilidad, Putin y sus funcionarios comenzaron a hablar de los manifestantes con un poco de respeto, quizá porque quedó claro que representan a una amplia franja de la elite de los medios y los negocios de la capital.
La semana pasada Vladislav Surkov –el funcionario del Kremlin que durante los últimos diez años se ha ocupado de sofocar toda manifestación política callejera que pudiera convertirse en una amenaza para Putin– dijo que los manifestantes de Bolotnaya representan "la mejor parte de nuestra sociedad o, más precisamente, la más productiva". (Surkov fue reubicado en un cargo no político pocos días después de que se publicaran sus comentarios.)
Aun así se siente el peso de la historia en el Kremlin, cuyas fortificaciones de ladrillo rojo datan de la Edad Media. Algunos sostienen que la estructura básica de la sociedad rusa ha cambiado poco desde entonces. Vladimir Sorokin, que escribió una novela que superpone el Kremlin de Putin al de Ivan el Terrible, lo dijo así: "Como norma, en Rusia las autoridades temen al pueblo y el pueblo teme a las autoridades".
Esa tesis es cuestionada por los eventos de las últimas semanas. La multitud ha hecho una pausa ahora, como si tomara un respiro profundo, y Moscú verá iniciarse un nuevo año menos predecible que cualquier otro en la historia reciente. Una cosa quedó en claro: los rusos se han lanzado hacia algo, algo tan viejo como la confrontación o algo tan nuevo como el diálogo.
The New York Times
Traducción de Gabriel Zadunaisky
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