Renuncia de Máximo: la inestabilidad del presidencialismo de coalición
Es probable que la renuncia de Máximo Kirchner a la jefatura de su bloque tenga mucho menos impacto y consecuencias negativas de las que originalmente muchos, dentro y fuera del oficialismo, imaginaron. Alberto Fernández y los sectores más moderados del FDT, incluyendo a los gobernadores, a Juan Manzur (su representante en el Ejecutivo) y a Sergio Massa (titular de la Cámara de Diputados y con quien el líder de La Cámpora había establecido un vínculo de trabajo muy aceitado), que habían sido determinantes para conseguir el entendimiento con el FMI y evitar un nuevo default, continuaron ejerciendo una clara influencia en el manejo de la crisis y encontraron con bastante rapidez un reemplazante: el rosarino Germán Martínez, hombre de Agustín Rossi, tendrá la oportunidad de desempeñar esa función con el pragmatismo y la plasticidad de la que careció el único heredero de la dinastía K.
Máximo priorizó su papel como jefe indiscutido de su facción, La Cámpora, un “partido de cuadros” con presencia acotada tanto en el Congreso como en el conjunto del sistema político, pero que ganó espacio por decisión primero de Néstor y luego de Cristina, en especial durante su segundo mandato. Su talón de Aquiles consiste en que su despliegue territorial y su potencial crecimiento dependen casi exclusivamente del control de cuantiosos recursos estatales, como los del PAMI o la Anses, lo que limita la credibilidad de cualquier amenaza de abandonar el Gobierno o romper la coalición, por lo menos en el futuro cercano. Puede incluso considerarse algún tipo de intencionalidad estratégica: contener eventuales fugas “por izquierda” de los segmentos electorales y políticos más ideologizados, sosteniendo una bandera que le podría otorgar credenciales de coherencia hasta ahora no tan nítidas más allá de la narrativa. Al margen de este tipo de especulaciones, este episodio vuelve a dejar al desnudo el problema de construcción de poder que arrastran las coaliciones electorales en la Argentina por el predominio del hiperpresidencialismo y el personalismo que permean las instituciones, las prácticas y la cultura políticas.
El país se caracteriza por una vieja tradición “frentista” y de cooptación de otras fuerzas. En su origen, el justicialismo fue una síntesis entre sectores laboristas, conservadores, radicales y socialistas. Pero tenía a Perón: un líder ambicioso, pragmático, carismático y con enorme capacidad de construir poder. El debilitamiento de los dos grandes partidos, consecuencia de la hiperinflación (UCR) y la caída de la convertibilidad (PJ), derivó en el modelo de presidencialismo de coalición: alianzas que se constituyen ad hoc para ganar elecciones–tal vez el nombre “Frente para la Victoria” es lo más sincero que le pasó a la política nacional en mucho tiempo–, pero que se han revelado al menos en la Argentina como formatos disfuncionales e inestables para gobernar. En Uruguay y Chile, los dos países con mayor calidad democrática de la región, se encuentran ejemplos más exitosos, y en Brasil se convirtió en un dispositivo muy común (Lula sugirió que su candidato a vice sería Geraldo Alckmin, médico de profesión, exgobernador de San Pablo y dos veces candidato a presidente del moderado PSDB), pero en la región se acumulan intentos de reproducir este singular formato tan frustrantes y precarios como en nuestro país.
Las coaliciones son típicas de los sistemas parlamentarios, que tienen reglas para minimizar el riesgo de rupturas y procedimientos para facilitar la superación de crisis disparadas por esos conflictos. Muchos partidos “atrapatodo” (como el Republicano y el Demócrata en EE.UU. o el PRI en México) funcionaban como coaliciones de sectores muy diversos y a menudo opuestos en términos socioeconómicos, raciales, geográficos y culturales. Pero las coaliciones en sistemas presidencialistas implican una suerte de contradicción: el titular del Ejecutivo tiene en la práctica, guste o no, un protagonismo casi excluyente que desdibuja la posibilidad de coordinar decisiones con los socios y de procesar sus críticas y disidencias.
Son coaliciones asimétricas, integradas por actores muy heterogéneos. Eso complica la convivencia y resiente el vínculo entre sus componentes. Cuando el cargo principal lo ocupa una figura que no tiene un fuerte liderazgo el desgaste se acelera. Lo vivimos con la renuncia de Chacho Álvarez, que precipitó la caída de Fernando de la Rúa, y con la tensión entre Cristina y Julio Cobos durante el conflicto con el campo, cuando aún Néstor Kirchner era la figura principal a pesar de no formar parte del gobierno. Mauricio Macri impuso su voluntad en Cambiemos desde su lugar de socio electoral más importante. Hoy tenemos un caso aún más atípico: el componente más fuerte de la coalición es la vicepresidenta. La cuestión del formato dista de resolverse: salvo que las rispideces internas produzcan alguna fragmentación, o que haya un cambio de branding, es esperable que en 2023 las elecciones estén dominadas, otra vez, por el FDT y por JxC.
Por lo tanto, para limitar la disfuncionalidad de estas coaliciones debe elaborarse un programa de gobierno que delimite los mínimos denominadores comunes dentro del espacio. No el texto marketinero para cumplir con formas y que suele constituir lugares comunes, sino de un verdadero acuerdo estratégico en torno a los temas centrales que hacen a la gobernabilidad. ¿Cómo es posible que Máximo se muestre tan crítico ahora? ¿Acaso la deuda con el FMI y la estrategia económica no fueron debatidos cuando se estableció la coalición en 2019? ¿No era ese el momento ideal para discutirlo en profundidad? La necesidad de ganar y retomar el poder relegó el trabajo de definir un programa a un plano prácticamente inexistente. No se trata de un fenómeno exclusivo de esta gestión: el propio Macri admitió que el “mejor equipo en 50 años” no estaba preparado para gobernar y que eso repercutió negativamente en la calidad de su gestión.
Las tensiones al interior del FDT por el acuerdo con el Fondo también ponen de manifiesto el vacío de liderazgo que suelen sufrir las coaliciones, en especial en comparación con otros momentos críticos de la Argentina. Por ejemplo, cuando se promulgaron las leyes de punto final y obediencia debida, algunos de los jóvenes diputados radicales de gran protagonismo en el Congreso y compromiso con la cuestión de los derechos humanos cerraron filas detrás de su líder, porque sabían que estaba en juego la todavía frágil transición a la democracia. Más acá en el tiempo, dirigentes como Miguel Ángel Pichetto se encolumnaron y votaron disciplinadamente cuestiones polémicas y que contrariaban sus opiniones personales, como el memorándum con Irán o las leyes de “democratización de la Justicia”. Los jefes de bloque oficialistas son políticos profesionales que “hacen lo que tienen que hacer” para que prospere la agenda de su gobierno, independientemente de sus convicciones.
Finalmente, la renuncia de Máximo renueva el debate en torno a la “ética de la responsabilidad” versus la “ética de las convicciones”. ¿Queremos dirigentes que expongan sus valores e ideas y sean coherentes con ellas a lo largo de su mandato? ¿Preferimos, por el contrario, políticos pragmáticos que comprendan las cambiantes necesidades de los gobernantes y prioricen entonces la lógica de la gobernabilidad aun en contra de su ideología? En momentos en que se multiplican exponencialmente las críticas a “la casta”, no se trata de una pregunta menor. Curiosamente, tantas críticas de Cristina a los libertarios y sin embargo su hijo se comporta de manera tal vez un tanto inmadura o caprichosa, pero ciertamente en contra de lo que de él esperaba el establishment político y económico. ß