Renovación: lo “nuevo” no termina de nacer, lo “viejo” no termina de morir
Dirigentes políticos: una cosa es convencer a la ciudadanía de que se tiene la vocación de hacer tabula rasa con el pasado y otra muy distinta es hacerlo; hay valores y conductas tan arraigados que toma generaciones modificarlos
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“No hay nada más conservador ni gradualista que los movimientos revolucionarios”. Siempre provocador, el veterano profesor de historia miró a su clase y afirmó: “Los nuevos regímenes son proclives a parecerse demasiado a los que pretenden desplazar”. Los que se sorprenden del pragmatismo y la efectividad con que el Gobierno logró construir otro “bloque de héroes” para sostener el veto el miércoles pasado deberían revisar experiencias anteriores que sugieren que los discursos de barricada tipo “anticasta” rara vez explican las decisiones de gobierno, donde impera el principio de “tenés que hacer lo que tenés que hacer”.
Los cambios y las continuidades en los procesos históricos son uno de los tópicos que más atracción generan en las ciencias sociales, desde siempre y con múltiples perspectivas disciplinarias, pero por lo general esto es ignorado por los “especialistas” en comunicación política, siempre ansiosos por incorporar elementos novedosos a sus propuestas de campaña (que, si sus candidatos llegan al poder, impregnan luego las narrativas de gestión). En los últimos tiempos, se han impuesto en muchos países las propuestas rupturistas, fruto del malestar imperante. Así, quienes se presentan a sí mismos como agentes de renovación tienden a ser más competitivos que aquellos que son vistos como defensores o exponentes del “más de lo mismo”.
Pero una cosa es convencer a una parte de la ciudadanía de que uno tiene la vocación de hacer tabula rasa del pasado y algo muy diferente –y muchísimo más complejo– es llevarlo a cabo. Hay valores, costumbres y comportamientos que se arraigan tanto que se necesitan generaciones para modificarlos. A veces, ni siquiera eso alcanza. Algo parecido ocurre con los liderazgos: algunos se reinventan, otros se acomodan, muy pocos dejan voluntariamente su lugar para favorecer el surgimiento de nuevas figuras. La capacidad de sobrevivir, la resiliencia y la adaptabilidad a entornos ambiguos y cambiantes constituyen algunos de los atributos más importantes de una persona de Estado. A lo largo de una carrera política profesional eso implica superar obstáculos y etapas de relativa marginalidad que, aunque parezcan definitivos, el destino puede convertir en transitorios: golpes de suerte o coyunturas críticas llevan al centro de la escena a figuras secundarias, como acaba de ocurrir en Francia con su flamante primer ministro, Michel Barnier. También se da el caso inverso: políticos con potencial, carisma y presencia mediática terminan refugiados en oscuros cuarteles de invierno, como sucedió con Paul Ryan, titular de la Cámara de Representantes entre 2015 y 2019 y una de las víctimas más notables del ascenso y la consolidación de Donald Trump dentro del GOP, caracterizada por una exitosa estrategia de polarización extrema. Por primera vez en muchas décadas, más estadounidenses se identifican como republicanos que como demócratas, según un sondeo de Pew Research Center.
En nuestro caso, con las excepciones de Carlos Menem en 1995 y CFK en 2007 y 2011, en el resto de las elecciones presidenciales (y en un gran número de las legislativas) de las últimas 4 décadas, en el nivel nacional prevalecieron las narrativas transformacionales del estado de cosas imperante, mientras que en los niveles provincial y local tendió a predominar la estabilidad. Ocurrió con Raúl Alfonsín (líder de la línea interna radical Movimiento de Renovación y Cambio), en relación con Ítalo Luder y al tenebroso legado del Proceso. Lo mismo con Menem respecto de Eduardo Angeloz. En 1999 se dio un matiz importante: la Alianza propuso continuidad de la convertibilidad y un cambio profundo en términos institucionales y morales. Colapsó cuando la sociedad advirtió que sobre esto último pasaba lo opuesto. En 2003 ganó el candidato que expresaba la prolongación de la transición liderada por Duhalde y una profunda diferenciación de las propuestas que se inclinaban por políticas de libre mercado, muy votadas en esos comicios (Carlos Menem obtuvo la primera minoría y Ricardo López Murphy llegó en tercer lugar). Esas preferencias por el estatismo perduraron una década y alcanzaron para que Cristina Fernández ganara las presidenciales de 2007 y 2011. Pero la derrota en las legislativas de 2009 adelantó un contexto que se hizo evidente a partir de los cacerolazos de 2012: sin represión financiera predominaba la tolerancia a la creciente inflación y a los desatinos institucionales y autoritarios del tercer gobierno K, pero los controles cambiarios (el cepo al que tanto se aferra el tándem Caputo-Milei, el binomio ministro de Economía-presidente más promercado de la historia argentina), impuestos justo luego de su notable reelección, modificaron el panorama y un segmento enorme de los sectores medios comenzaron una rebelión silenciosa cuyos efectos en buena medida explican la llegada al poder de Cambiemos en 2015 y de LLA en 2023. Mauricio Macri y Javier Milei se presentaron como los candidatos que mejor antagonizaban con los representantes del statu quo. Hasta Alberto Fernández ganó proponiendo una corrección profunda luego de la crisis disparada en 2018.
Es prematuro precisar cuál será el clima o la demanda social preponderante en las legislativas del próximo año. Mucho más, delimitar el humor social de cara a las presidenciales de 2027. Pero, con prudencia, pueden establecerse hipótesis preliminares en función de la experiencia comparada. El interrogante central es si predominará el envión o la inercia a favor de un cambio rupturista o si se impondrá la idea-fuerza de la continuidad. En ese sentido, ¿será Milei el que represente la necesidad de seguir alejándose del pasado, es decir, el mejor posicionado como “disruptivo”? ¿O, al ser parte del “nuevo establishment del poder”, puede ser víctima de la misma ola de cambio que en su momento lo impulsó y lo depositó en la presidencia de la nación? Quien representa el cambio en una elección corre el riesgo de sufrir la misma dinámica en la siguiente, en especial si se aferra a los atributos formales del poder y pierde los de revulsión y diferenciación, tan atractivos para una mayoría relativa de votantes con intereses diversos pero aglutinados en su malestar por el estado de las cosas.
Podría darse, por tanto, un escenario de saturación, rechazo o cansancio con la pulsión disruptiva hasta ahora vigente, sobre todo por el desgaste en la imagen o el hartazgo con los elementos extremos de su narrativa. Aconteció con Trump en 2020 y con Jair Bolsonaro dos años más tarde. Esto no significa que sus movimientos queden desarticulados o pierdan competitividad electoral, pero sí que no resultarían suficientes para lograr su reelección. Más: los candidatos exitosos en los casos mencionados, que ganaron por un muy estrecho margen, fueron conspicuos integrantes del “antiguo régimen” (Joe Biden y Lula da Silva, respectivamente).
Por el contrario, puede que por virtudes propias (recuperación económica) y defectos ajenos (incapacidad de la política tradicional para capitalizar errores no forzados del oficialismo, falta de figuras atractivas y convocantes, con techos electorales altos para atraer votantes independientes), Milei pueda mantenerse como el mejor candidato de un proceso inconcluso. Esto sucedió en México con AMLO y la denominada “cuarta transformación”: su heredera, Claudia Sheinbaum, se impuso con casi el 60% de los votos, más del doble que los obtenidos por Xóchitl Gálvez, candidata de una coalición integrada por el viejo arco partidario (PRI, PAN, PRD), incapaz de torcer el apoyo a Morena entre los sectores populares urbanos y rurales.