Remedios ancestrales para flamantes pestes
Lo novedoso es el modo posmoderno de la plaga. Pero si de pestes hablamos, podemos remitirnos -Biblia en mano- hasta el propio Egipto, hace más de tres milenios. Por eso, en estos extraños tiempos en los que nada parece ser estable, no solo es bueno sino que se torna absolutamente imprescindible bucear en nuestras múltiples fuentes de sabiduría ancestral para que a través de ellas y de los valores que las sustentan encontremos rápidamente el rumbo a seguir.
Entre esa miríada de enseñanzas encuentro una que se me hace sencillamente magistral en este ajetreado contexto, y es una cita que aparece en el Talmud, un compendio maravilloso de siglos de discusiones rabínicas. Allí, en el segundo folio de la página 16 del tratado que versa sobre el año nuevo judío (Rosh Hashaná) el rabí Itzjak -o Isaac en criollo- plantea literalmente que "hay cuatro cosas que quiebran la sentencia de una persona: los actos caritativos, el clamor, el cambio del nombre y el cambio de hábitos. Y hay quienes agregan un quinto elemento: el cambio de lugar."
Desgranemos lentamente estos cinco conceptos.
Esos "actos caritativos" dentro de la tradición hebrea reciben el nombre de "Tzedaká", una palabra más asociada a lo que sería la "justicia social". Pero más allá de su sentido específico, de lo que se trata aquí, me parece, es de entender que en situaciones en las que todos parecemos "sentenciados", hay una especie de impulso interno que nos lleva a encerrarnos y a preocuparnos exclusivamente por nosotros mismos, o por nuestro pequeño círculo, sin atender a los demás. Viene aquí el viejo rabí Itzjak y nos enseña, precisamente, la necesidad de lo contrario: que hay que salirse del aislamiento egoísta, del "salvarse solo", para ir en pos de quienes más nos necesitan, especialmente de los más vulnerables, aumentando el factor del "nosotros" por sobre el insaciable y peligroso "yo".
El segundo elemento, el del "clamor", lo percibo como un llamado a viva voz para que nuestros gritos no sean de pánico y de alarma, sino que sean suaves pero firmes pedidos de ayuda. Es obvio que en este marco tradicional ese tipo de clamor se vinculaba con la plegaria, pero es dable comprenderlo de manera más amplia sabiendo que es en los tiempos más difíciles cuando justamente se requiere un mayor cuidado en cuanto a lo que decimos y hacia dónde lo dirigimos. Aún sin saberlo Don Itzjak nos estaba sugiriendo no solamente un mayor compromiso con nuestras oraciones, sino también que el uso que hagamos de todas nuestras redes sea casi sagrado. Un desafío enorme en estas épocas, pero tremendamente sustancial.
El cambio de nombre lo dejamos para el final, así que nos toca discurrir sobre el cambio de hábitos y el cambio de lugar.
Sin duda alguna el viejo rabino sugería con mucha autoridad que un cambio de hábitos llevaría a una anulación de esa terrible sentencia que podía recaer sobre cualquiera de nosotros dado que son exclusivamente nuestras acciones las únicas capaces de transformar nuestra realidad y la que nos rodea. Al menos en aquello que podemos manejar, y que no escapa a nuestro control. Este bichito macabro que se ha llevado puestas tantas vidas y que tiene a la humanidad en vilo nos ha obligado a nuevos hábitos en cuanto a higiene y contacto social, pero sería a la vez muy saludable que pudiéramos captar -a la luz de esta crisis- todos los cambios que precisamos realizar como habitantes de este mismo planeta para vivir una vida más saludable especialmente cuando el coronavirus ya deje de ser noticia.
El cambio de lugar al que hoy denominamos "cuarentena" evidentemente, en el caso del Talmud, no pretende restringirse al campo geográfico. Se trataría, más bien, de enfocar la crisis desde otro plano, de poder interpretar lo que nos sucede con una visión más panorámica que no se quede en el chiquitaje del aquí y ahora para poder integrar lo cotidiano en lo permanente, y así dar lugar a nuevos paradigmas que nos permitan superar decorosamente esta y algunas de las tantas otras plagas que nos acosan.
¿Y qué hay del cambio de nombre? En el texto (y el contexto) del original es claro que se refería a una vieja técnica mística -aún vigente- por medio de la cual se le agrega un nombre a quien está atravesando un peligro inminente bajo la premisa de que lo que estaba destinado para X, ahora que ya no es más X, no le sucederá. Suena infantil, pero no lo es tanto… El nombre tiene que ver con la esencia, con la identidad más arraigada de cada ser. Si como sociedad -o como humanidad toda- estuviéramos dispuestos a hacer una minuciosa revisión de todo aquello a lo que consideramos tan esencial y nos diéramos cuenta de cuán poco lo es, probablemente modificaríamos nuestra propia esencia y pondríamos mucho más en valor a aquello que inexorablemente lo tiene: eso que en realidad nunca es un "qué" sino un "quién", o mejor dicho un "quiénes".
El autor es rabino del Centro Unión Israelita de Córdoba y responsable de Diálogo Interreligioso del Congreso Judío Latinoamericano