Relatos de infancia imposible
Se llamaba El último recreo. Originalmente publicada por Carlos Trillo y Horacio Altuna en la España del posfranquismo, la historieta daba una vuelta de tuerca especialmente cruel a aquello que ya había explorado William Golding en El señor de las moscas: el fin de la infancia como tal en cuanto los adultos desaparecen; la fábula terrible de cómo un grupo de niños abruptamente librado a su suerte termina reproduciendo los aspectos más oscuros de esos mayores que no están.
Si en Golding el detonante era un accidente aéreo que arrojaba a unos chicos a una isla desierta, en El último recreo la catástrofe imaginada era absoluta: quizás en un desvariado intento de redimir a la humanidad, se había arrojado una bomba devastadora y atrozmente selectiva, que solo mataba a quienes hubieran madurado sexualmente. El mundo había quedado habitado exclusivamente por niños. Niños aterrados, obligados a una supervivencia despiadada. Y condenados: la toxina de la bomba lo había impregnado todo; la tierra que habían heredado era una trampa que les prohibía crecer.
Ignoro si el escritor italiano Niccoló Ammaniti leyó o escuchó hablar de la historieta de Trillo y Altuna. Lo cierto es que Anna, su última novela, comparte una similar y pesadillesca premisa: en Sicilia -y quizás en el resto del planeta- todos los adultos mueren a manos de un extraño virus que se activa con el despertar sexual. Otra vez, el paisaje de ciudades al borde del cataclismo. Otra vez, la madurez como signo de muerte; la infancia como territorio de lo imposible.
Salidos de los trazos de Altuna, los niños de El último recreo eran, incluso en medio de la desolación, de una belleza pasmosa. En cambio, la escritura de Ammaniti, que en su novela se concentra en lo que va quedando de los chicos sicilianos tras al menos cuatro años sin los Mayores (como ellos los llaman), construye un paisaje bastante más feroz. Las pandillas de pibes que pululan de un lado a otro viven de las latas que aún quedan en los edificios arrasados, ven morir a los que cruzan el umbral de los 13 o 14 años y van olvidando lo que era el mundo antes de la hecatombe; son pequeñas tribus de sobrevivientes sucios, algunos sin dientes, otros tullidos, todos como aturdidos por una realidad que amenaza devorarlos.
Anna, la protagonista, se sabe próxima a la edad límite. Sabe también que debe aferrarse a la vida con uñas y dientes. Debe crecer, debe cuidar de su hermanito Astor. Por sobre todo, debe enseñarle a leer. Porque cuando el desastre empezó y la plaga cruzaba fronteras, esquivaba cuarentenas y arrasaba con la vida adulta, su madre tomó precauciones. En un cuaderno al que llamó "Las cosas importantes", intentó prever el abismo al que se asomarían sus hijos, y fue detallando, uno a uno, los conocimientos que, suponía, les serían útiles.
El fin de los Mayores significó también el fin de la energía eléctrica; Anna tuvo que aprender, en estricta soledad, a lidiar con el terror y las sombras de la noche. Pero también aprendió, en medio de una civilización que se caía a pedazos, que en la palabra está el lazo y la cifra de casi todo. Y que aunque su madre ya no viviera, seguía presente en cada una de las palabras que, a ritmo enfebrecido, había escrito antes del desastre final.
Es imposible concebir un apocalipsis peor que el de un niño abandonado a su suerte, nos dice Ammaniti. Pero también nos dice que el don del legado existe. Anna es una niña huérfana, mas no una niña abandonada. El cuaderno que a veces aprieta contra su cuerpo es brújula, abrazo, correa de transmisión. Allí se concentra la diferencia entre lo humano y el derrumbe. Por eso uno de los momentos más luminosos de la novela es cuando asume que ella deberá continuar la escritura, abordar las páginas que aún están en blanco. Para Astor, que debe aprender a leer.