Relato, verdad y opinión
“La única verdad es la realidad”, dicen que dijo Perón. No le faltaba razón, pero sí algo de precisión. La realidad no es verdadera: simplemente está ahí. La que es verdadera (o falsa) es la descripción que cada uno haga de ella, o de uno cualquiera de sus innumerables pedacitos. Por eso, cuando algunos sostienen que la verdad es un relato, tienen parte de razón. La verdad es un relato, sí, pero no cualquier relato: es un relato verdadero.
Claro que aquí aparecen algunas dificultades. Una, cómo sabemos que una descripción es verdadera. Ahí entra a jugar un método: la observación. Otra, qué hacemos mientras nuestra observación no es completa: ese es el papel de las conjeturas o hipótesis, que se someten a ulterior confirmación. Otra más, la comparación con las creencias de la gente. En este aspecto es preciso ser categóricos: aun si los terraplanistas fueran mayoría, y dominaran los gobiernos, las universidades y las academias, no por eso nuestro planeta quedaría achatado bajo el peso del relato social, convertido ya en superstición.
Pero hay otra dificultad aún más peligrosa: la de confundir descripción con opinión. Las descripciones se presentan como fotografías (acaso un poco borrosas) de la realidad. Si lo son, son verdaderas. Si son fruto del Photoshop, son falsas por más que resulten bonitas. Pero las opiniones encuentran su raíz en los sentimientos del sujeto, son diferentes de persona a persona y no cuentan con ningún método, llámese observación, razón, introspección o intuición, que permita dirimir las controversias de manera objetiva. Por eso decía el recordado juez Fayt que las opiniones son libres, pero los hechos son sagrados: los desacuerdos políticos son bienvenidos, y se resuelven democráticamente; pero, en el ámbito de las descripciones, afirmar lo falso no es admisible; no es opinión, sino mentira.
Sin embargo, muchas personas confunden los dos ámbitos: afirman, sin base objetiva, que sus opiniones son verdaderas, por lo que quien las contradiga está equivocado o es perverso, y a menudo pretenden también que las verdades dependen de las creencias, con lo que entronizan el concepto de la posverdad (es decir, la primacía de la mentira). El resultado es un galimatías en el que la propaganda emerge, triunfante, como rectora de la política y de la ciencia consolidadas en ideología: el paraíso del poder concebido como religión.
Sentado eso, aclaremos que también la verdad puede servir para engañar. Hay varios procedimientos para hacerlo: seleccionar de ella la parte que nos conviene y ocultar las otras (como en la publicidad política), elegir cierta perspectiva de observación (lo que es común cuando se presentan estadísticas) y, especialmente, usar en la descripción palabras cargadas de contenido emotivo favorable o desfavorable, según queramos ensalzar a nuestros amigos o criticar a los adversarios (lo que se hace evidente en el periodismo militante).
En resumidas cuentas, la verdad es una plaza sólida y fortificada, pero sitiada por sus enemigos y debilitada por las costumbres de sus propios habitantes. Mucho está en juego cuando se trata de su defensa: especialmente ese bien inasible que llamamos democracia. No podemos ni debemos manejarnos con encuestas para averiguar la verdad. Pero tampoco imponer a los demás nuestras preferencias como si fueran el fruto de la ciencia o una consecuencia inevitable del ser nacional.