Relaciones familiares: poner en palabras aquello que nos cuesta, nos conecta
Si una persona que te importa mucho estuviera atravesando una situación que le preocupa y tuvieras que elegir entre dos opciones: que te cuente la situación (aun cuando eso implique preocuparte a vos) o que no te cuente (pues es más importante respetar su deseo de cuidarte, es cosa de él o ella), ¿cuál elegirías?
Semanas atrás, una madre me confiaba que le importaba mucho su familia y que, justamente por eso, había optado por no contar sobre algunas preocupaciones que le estaban pesando mucho en ese momento. Y advirtió que esa decisión estaba impactando en su relación con su pareja y sus hijos.
Es noble querer librar a nuestros seres queridos de las vulnerabilidades que llevamos con nosotros: preocupaciones, inseguridades, miedos, dolor, frustración, incertidumbre, decepción. Sin embargo, esto conlleva un riesgo: distanciarnos emocionalmente de ellos. La calidad de la conexión en nuestras relaciones familiares está vinculada a cómo elegimos convivir con nuestras vulnerabilidades: solos o permitiéndonos compartirlas.
No se trata de estresar a nuestros hijos (menos cuando aún son niños) o de desahogarnos con nuestra pareja. La propuesta es el conocimiento mutuo. El Dr. John Gottman, reconocido por su amplia trayectoria en el estudio de las relaciones, lo explica como “mantener actualizados nuestros mapas de amor”. Si bien él lo propone en el ámbito de pareja, el concepto también puede aplicar a las relaciones con nuestros familiares más amados.
Amar a una persona implica conocerla, saber qué le duele, qué le frustra, pero también qué sueña, de qué se enorgullece. En las relaciones familiares nos falta mantener actualizados nuestros mapas de amor, en especial, lo que compete a nuestras vulnerabilidades. Resulta más natural compartir logros, aciertos y alegrías, y ciertamente es muy importante hacerlo, celebrarlos y reconocerlos. Ahora bien, en un contexto donde las cifras por depresión y ansiedad van en aumento en niños, adolescentes y adultos, es impostergable que en las familias aprendamos y enseñemos a poner en palabras aquello que no sale tan bien como quisiéramos y conectar a partir de esto.
Para conectar necesitamos dialogar. Parece obvio, pero, aun así, el diálogo bidireccional, frecuente, con atención exclusiva -sin pantallas de por medio- es un hábito que no todas las familias tienen incorporado en sus rutinas. Las pantallas nos ofrecen un escape rápido a las dificultades que vivimos, nos distraen fácil, conocen nuestros gustos, nos ofrecen entretenimiento a la medida, y no nos exigen mucho. El diálogo nos exige más: propiciar el momento y salir de la zona de confort porque compartir la vulnerabilidad -sin estar acostumbrados a ello- no es fácil.
La respuesta que recibimos cuando compartimos nuestras vulnerabilidades puede decepcionarnos e, incluso, distanciarnos más. Es un riesgo que vale la pena asumir. Está fuera de nuestro alcance controlar el cómo reaccionan nuestros seres queridos a estas conversaciones. En cambio, sí está en nuestra cancha reconocer que se necesita ser valiente para compartir la vulnerabilidad; y si un ser querido está dispuesto a compartir la suya, se debe responder con profundo respeto: validando sus emociones, empatizando y acompañando.
Si en tu familia hay niños y adolescentes, comparte tus vulnerabilidades con ellos en pequeñas dosis y con un objetivo claro: enseñarles que no siempre se está bien y que no siempre las cosas se dan como querés. Que vale ser vulnerable, reconocerlo y compartirlo.
El objetivo no es: desahogarte con ellos, ni abrumarlos con una realidad que los exceda y les pueda generar angustia. Que nuestro fin sea enseñarles a poner en palabras lo que nos cuesta, para que ellos también puedan hacerlo y descubran en los adultos referentes un refugio al cual acudir cuando algo les cuesta. Promovamos en las familias caminos de conexión y no vías de escape.
Orientadora familiar, docente del Instituto de Ciencias para la Familia de la Universidad Austral