Reivindicar el mérito y no resignarnos a la Argentina del fracaso
La Argentina se ha convertido en un país con movilidad social descendente, donde el progreso es cada vez más difícil y el retroceso parece asegurado. No ocurrió ayer. Lo nuevo es que ahora esa fórmula es reivindicada. El Gobierno ha expuesto, con pasmosa franqueza, su vocación por igualar hacia abajo, por poner la vara al nivel del zócalo y desalentar al que, por mérito propio, busca levantar cabeza.
"No se trata de llevar el arte al nivel del pueblo, sino de llevar al pueblo al nivel del arte", decía Lenin, al menos en el plano discursivo. Acá nos proponen todo lo contrario: no iluminar los canteros de La Matanza, sino quitarles las luces a los de la ciudad de Buenos Aires
La posición contradice toda noción de progresismo. Va a contramano, incluso, de aquellas ideologías que se declaraban igualitarias. "No se trata de llevar el arte al nivel del pueblo, sino de llevar al pueblo al nivel del arte", decía Lenin, al menos en el plano discursivo. Acá nos proponen todo lo contrario: no iluminar los canteros de La Matanza, sino quitarles las luces a los de la ciudad de Buenos Aires. En la oscuridad, como se sabe, todos los gatos son pardos.
El Estado –por supuesto– debe nivelar la cancha y atenuar las enormes y dolorosas desigualdades que desgarran a la Argentina. Hoy, sin embargo, cuando se habla del acompañamiento del Estado se alude a un esquema de subsidio y dependencia, no a un círculo virtuoso de educación y libertad. Tal vez haya que recordar el viejo proverbio chino: "Dale un pescado a un hombre y comerá hoy. Enséñale a pescar y comerá toda su vida". ¿Hay interés en enseñar a pescar?
Cuestionar la meritocracia es cuestionar la exigencia educativa, es cuestionar los modelos de excelencia y cualquier aspiración a la calidad universitaria. No es extraño que el cuestionamiento provenga de un profesor de la UBA: en la Argentina, los sistemas públicos de enseñanza media y superior han sido pioneros en la nivelación hacia abajo. Cuestionar la meritocracia es exaltar la mediocridad. Pero expresa, además, una concepción casi feudal de conservadurismo regresivo: una sociedad achatada, gobernada por una casta privilegiada que se ubica por encima de las normas. La igualación hacia abajo siempre implica una subestimación de los sectores más desfavorecidos. En lugar de consolidar mecanismos y oportunidades de superación (sobre todo a través del fortalecimiento de la educación pública), se los convoca a cierto resentimiento y se les propone, para achicar la brecha, el descenso de la clase media que haya logrado crecer.
El discurso oficial viene a convalidar una filosofía que ya ha hecho un enorme daño en la educación pública argentina: la del facilismo, el paternalismo demagógico y el aflojamiento de la exigencia. Por ese camino se llegó hasta la eliminación del aplazo por considerarlo estigmatizante. Deliberadamente, se olvida algo que supo resumir en una línea el periodista y escritor James Neilson: "La pobreza puede ser un acicate, no una barrera infranqueable". Así lo fue, de hecho, para generaciones anteriores, que encontraron en la educación pública un motor para la superación social. Esa fue la aspiración de "mi hijo el doctor", el símbolo de una época que valoraba el progreso individual.
Hoy, en cambio, el Presidente desautoriza a millones de padres que, contra viento y marea, intentan inculcar en sus hijos el valor del esfuerzo, del estudio y del trabajo duros, de la disciplina, del mérito. Con un mensaje contrario a la meritocracia y de culpa frente a lo que funciona mejor (a lo que se descalifica por "opulento"), desde la cima del Gobierno no parecería estimularse ni motivar a los más jóvenes para despertar su ambición. Cuando habla del destino y del futuro, el Presidente no menciona el esfuerzo, pero alude a una carta astral. ¿Es un mensaje inspirador para los chicos? Tal vez sería conveniente que los discursos presidenciales se transmitieran en horario de protección al menor.
Hace décadas que la Argentina tiene un problema con el mérito y el éxito. Un buen día se eliminaron de las escuelas los "cuadros de honor", porque se empezó a considerar inconveniente destacar a los mejores. En muchos colegios, los abanderados se eligen por aclamación porque se lo considera más igualitario. Con todo, hay algo novedoso en esto de convertir la guerra contra la meritocracia en una bandera presidencial. Seguramente es más fácil echar mano de la retórica populista que concentrarse en lo que verdaderamente debería hacer el Estado: garantizar igualdad de oportunidades, fortalecer los factores de homogeneidad social y emparejar la línea de largada. La clave está en la educación pública, que gobernada por sindicalistas ha dejado de ser una institución para transformarse en un eslogan.
Hasta la década del sesenta, la escuela pública articulaba a la sociedad. Formaba en las mismas aulas a los hijos del juez y del obrero. Muchos de los más destacados académicos, empresarios y científicos de hoy son hijos de inmigrantes que trabajaron de albañiles o modistas. Esa era la Argentina progresista. ¿No debería honrarse aquella herencia? ¿O se busca "deconstruirla" para sintonizar con la corrección política? Actores centrales del Gobierno han sido beneficiarios de aquellas oportunidades que brindaba la educación pública. ¿Por qué no buscan que las nuevas generaciones tengan la misma posibilidad que ellos tuvieron? ¿Por qué no son fieles al espíritu de aquella época en la que ellos mismos pudieron progresar? Las respuestas quizá nos remitan a la indigencia conceptual de un ideologismo tribunero.
El discurso oficial hace escuela, por supuesto. Hay docentes que han decidido cancelar las clases virtuales porque no todos los alumnos se pueden conectar. Consideran una injusticia que algunos tengan la posibilidad y otros no. Por supuesto que es una injusticia. ¿Pero la solución es generalizar y extender esa injusticia a todos? En lugar de combatir la inequidad, se la acentúa y se la masifica en nombre de una igualdad mal entendida y de un declamado progresismo.
La narrativa de la chatura igualitaria puede implicar un profundo daño cultural. Puede achicar las ambiciones de la sociedad; también fomentar el inmovilismo, el conformismo, la resignación. Las crisis sucesivas ya han sembrado demasiado desaliento. Hace mucho que el esfuerzo ha dejado de ser una garantía de prosperidad en la Argentina. Pero revestir el derrotismo de una supuesta épica igualitaria parece más una trampa que un mensaje convocante para los jóvenes. Si no es al mérito, ¿a qué apostamos? "A la misericordia del Padre", propone el Papa.
Después de la Primera Guerra Mundial, la sociedad estadounidense moldeó el sueño americano. ¿Nosotros sabremos forjar un nuevo sueño argentino? ¿O nos resignaremos a un módico sueñito, casi a una duermevela? Desde hace décadas asistimos a una Argentina empequeñecida, que hoy parece reivindicarse a sí misma desde la cima del poder. Ese país achicado se refleja en los anuncios oficiales: la peluquería en 12 cuotas y el aumento de las changas son interpretados como oportunidades o signos de reactivación. Ahorrar 200 dólares parece una meta imposible. Un abono de Netflix se asocia a un consumo suntuoso. Se va Falabella y crecen "las Saladas". Mientras tanto, el robo de manijas o chapas de bronce refleja la pauperización. El "sueñito" puede convertirse en pesadilla.
Hay algo que nos puede rescatar. Es el ejemplo que nos legaron nuestros abuelos inmigrantes. La fuerza vital de una sociedad no está en sus gobernantes ni en los discursos del poder. Está en el espíritu de sus ciudadanos. De nosotros depende construir nuestro propio sueño. Tenemos la herencia y el modelo de aquella Argentina que se forjó a sí misma; que hizo que, a través del esfuerzo y del mérito hoy estigmatizado, los hijos vivieran mejor que sus padres. No nos resignemos a otra cosa. No soñemos con menos.