Reino Unido: el león dormido y las enseñanzas para la Argentina
LONDRES.- Corría el año 1997 y en mi universidad fueron claros: el doctorado lo tenía que hacer en un país angloparlante. Nada de España, que era el plan original. Así que cambié Barcelona -el plan origina- por Inglaterra, donde me aceptaron. La verdad, no quería venir a Londres. El mundo inglés me era distante y ajeno. Mi educación en casa fue un culto a la francofonía ya que mi madre se había educado en su país, el Líbano, de esa forma. Voltaire, Beauvoir, Sartre, Camus, eran los autores familiares para mí. Mi inglés palidecía frente a mi fluido francés. Pero cuando no hay alternativa, no hay opción. En 1998 me instalé en la Warwickshire (provincia de Warwick) a hacer mi doctorado. Llegar a la isla me frustró, pero lo fui superando. El clima deprimía al más positivo de los mortales. Pero mis miedos sobre ser argentino en el país “del enemigo” se disiparon rápidamente. Pensemos que solamente habían pasado 16 años del fin de la guerra, y de ambos lados las heridas estaban abiertas, o al menos el tema estaba algo presente en los británicos. Los ingleses, sin embargo, me demostraron respeto y admiración: respeto por la guerra librada y el esfuerzo bélico de los argentinos frente a la colosal maquinaria militar británica; admiración por una cultura lejana donde el tango y Maradona se imponían en el imaginario de muchos locales. Ellos no entendían qué hacía tan lejos de mi casa, creo que yo, por un tiempo, tampoco.
Lo interesante de vivir en otra cultura es adentrarse en ella, empezar a conocer los detalles pequeños, esos que no salen a la luz si uno no los vive y transpira. Esa cultura imbuida de los valores más profundos de la sociedad que permiten entender su funcionamiento. Lo primero que me llamó la atención era el valor de la reina Isabel II en esa sociedad. Me parecía una figura aletargada, conservadora, rancia. Pero esa reina, que se enteró durante un viaje oficial a Kenia en 1952 que su padre había fallecido e iba a ser monarca y cabeza del Commonwealth, se convirtió en el ancla de estabilidad institucional hasta su fallecimiento, en 2023. La princesa se había alojado en el Treetops Hotel en Kenia, una construcción sobre un árbol. Dicen en Reino Unido que Isabel subió arriba del árbol como princesa y bajó convertida en reina, por el momento en que se enteró del fallecimiento de su padre, el rey Jorge VI. Isabel tuvo, a lo largo de su reinado, 15 primeros ministros: el primero y, según dicen algunos historiadores, su preferido, Winston Churchill; la última, la efímera Liz Truss.
Entendí viviendo en Inglaterra que las instituciones están por sobre las personas. Que la corrupción es obscena y se castiga. Durante mi estancia en este país cuando era estudiante, Peter Mandelson, secretario de comercio e industria del gabinete de Tony Blair, tuvo que renunciar cuando se descubrió que había recibido un préstamo a tasas preferenciales. Una nimiedad comparada con los casos de corrupción en la Argentina. Definitivamente, estaba en otro país.
También aprendí que Gran Bretaña incluye a Inglaterra, Escocia y Gales y el Reino Unido a Gran Bretaña e Irlanda del Norte. Naciones diferentes mancomunadas, a veces, a la fuerza.
Pero Reino Unido fue cambiando en el tiempo. Desde que terminé mi doctorado he venido con mucha frecuencia y la distancia permite entender los cambios sociales. Cuando volví, postpandemia, mi desazón fue enorme: Londres había perdido el brillo, la ciudad estaba apagada, Oxford Street, la principal arteria comercial, vacía y mucha gente viviendo en la calle. ¿Será así para siempre?, me pregunté en ese momento. No, por suerte. La capacidad de reinventarse es infinita en el genio inglés, y Londres hoy brilla nuevamente y es la capital vibrante que conocí. Pero el país sí cambió.
“Todavía estamos digiriendo el Brexit” me dijo un colega que despotrica contra el primer ministro de aquel momento, David Cameron, que llamó confiado al referéndum pensando que el Brexit (la salida de Reino Unido de la Unión Europea) sería rechazado. En 2016 el 51,9% de Reino Unido votó a favor de romper el acuerdo que tenían con la Unión Europea. David Cameron renunció y una nueva era de incertidumbre comenzó. “Los viejos ingleses nos hipotecaron la vida”, me comenta Caroline, una chica inglesa de 25 años estudiante del programa MBA en una universidad inglesa que visité. “Es que la gente mayor votó algo que no va a vivir. Muchos de los que votaron por el Brexit se murieron o se van a morir pronto y nos dejaron el desastre a nosotros. ¿Por qué gente que no va a vivir las consecuencias de su elección votó?”, culmina mi entrevistada con una pregunta que hasta cuestiona el mecanismo democrático del voto.
Los últimos 14 años de gobiernos conservadores mostraron una falta clara de visión de país y futuro. Los traspiés de esos gobiernos tuvieron el apogeo con Liz Truss, que duró 49 días en el poder, el más corto en la historia británica. “They did such a mess” (hicieron un desastre), espetó el taxista que me llevaba a Paddington para tomar el tren que me llevaría al lugar de mi próxima entrevista.
No fue sorpresa para nadie que el laborismo ganara con mucha ventaja las elecciones este año. De hecho, para muchos, fue un alivio. Me reuní con un académico de Oxford en un pub en la campiña inglesa. Él me confesaba: “Nunca voté al laborismo, jamás, pero la verdad es que necesitábamos un cambio. Fueron 14 años sin saber a dónde ir o más bien en un estado de confusión generalizado que generó un espiral negativo en muchos aspectos”. Mi colega había votado en su momento por el Brexit.
-¿Por qué votaste por el Brexit en 2016?
-Porque estaba harto de sentirnos que nos mandaban desde Bruselas (la sede de la Unión Europea). Y también harto con el tema de los inmigrantes que venían de todos lados y ocupaban posiciones que podrían ocupar británicos.
-¿Se resolvió algo?
-Poco.
-¿Votarías por el Brexit con el diario del día después?
-Creo que no (un “creo que no” es, seguramente, un no para las respuestas civilizadas británicas).
Las tensiones del Brexit no solamente fueron con los europeos, sino en casa. Es que Escocia, Irlanda del Norte, Gibraltar y el Gran Londres (algo así como nuestro conurbano) votaron en contra y las tensiones separatistas de Escocia comenzaron a dominar las primeras planas y, los potenciales problemas en Irlanda del Norte, florecían nuevamente. La economía no encontraba rumbo, como tampoco lo encontraba el Reino Unido.
De los Costwolds, el área rural con sus casas históricas de piedra caliza, nos fuimos a Weymouth, en la costa sur de Inglaterra, en el condado de Dorset. Un lugar idílico con poco turismo internacional y muchos ingleses. “Yo pensé que Sunak (se refiere a Rishi Sunak, el último primer ministro conservador), iba a arreglar algo. Su juventud y sus ideas me gustaban, pero no… Creo que heredó demasiado desorden. Y esas ideas de enviar a los inmigrantes ilegales a Ruanda, ¡por favor!”, me comentó el dueño del hotel donde me alojé. El envío de personas al país africano para sacarse de encima a los inmigrantes ilegales se convirtió en otro entuerto para el gobierno saliente.
El 17 de julio fue el King Speech (el discurso del rey). Es el discurso que el rey lee en la Cámara de los Lores con ocasión de la apertura de sesiones en el Parlamento. Establece el programa legislativo que el gobierno pretende seguir en la próxima sesión parlamentaria. El rey lee, impertérrito, la agenda legislativa del gobierno entrante. Un párrafo me llamó la atención: “Mis ministros presentarán una legislación para mejorar los ferrocarriles mediante la reforma de las concesiones ferroviarias, el establecimiento de Great British Railways y la incorporación ocho operadores de trenes a la esfera pública”, ergo, los ferrocarriles se nacionalizarán. Me imaginé una noticia de este tipo en nuestro país sería primera plana, como cuando Perón nacionalizó los ferrocarriles británicos. Sin embargo, la noticia figuraba en sexto lugar en The Guardian, un periódico relevante en la isla.
Más allá de las reformas que plantea el nuevo gobierno, me llamó la atención la forma del traspaso de mando: el exprimer ministro y el nuevo uno al lado del otro escuchando el discurso del rey. Nada de estridencias, nada de gritos. Luego, en el Parlamento, el primer ministro saliente deseándole suerte a su sucesor. Justamente el Parlamento británico no es tibio, los debates son intensos, pero siempre preservando el respeto y la cordura.
Hace algo más de 20 años, mi supervisor de tesis me preguntó cuál era nuestra identidad nacional, qué características tenía. Ante mi silencio, él me dijo que la británica era el respeto por las instituciones, y eso es lo que hizo de Reino Unido un país sólido y estable en su momento. En mi cabeza rondaba el dulce de leche, Maradona y el tango. Definitivamente, no tenía una respuesta asertiva para darle.
Esta pregunta me hizo recordar mi tiempo en Inglaterra, cuando entendí el valor de esa reina que dio su vida por su nación, que trascendió a los políticos que fueron pasando a cargo del gobierno de Su Majestad. “Andrés, tener en claro qué factores implican la identidad del país es fundamental. La identidad está compuesta de valores que permanecen a través del tiempo y son anclas ante los cambios profundos de la sociedad”, me retrucó mi supervisor. Entendí que los países como Reino Unido pueden pasar por momentos de crisis, pero tienen una identidad clara y es la base para reencontrarse y forjar una visión de futuro. Pensé también si los argentinos como sociedad teníamos esa identidad o la misma estaba en formación y que, tal vez, el respeto por las instituciones podría ser el primero que deberíamos adoptar para ser un país estable y menos incierto.
Tomo mi último café en Londres, en la estación St, Pancras, para seguir mi viaje a París. Pago con un billete de cinco libras con las caras de la reina fallecida de un lado y del otro de Sir Winston Churchill. Una frase debajo de su cara adusta me recuerda el esfuerzo que deben hacer los países para buscar su grandeza: “”I have nothing to offer but blood, toil, tears and sweat” (“Solo puedo ofrecer sangre, esfuerzo, lágrimas y sudor”). Un recordatorio amistoso de que el futuro siempre tiene un costo.
PhD y profesor de la Escuela de Negocios de la Universidad Torcuato Di Tella