Reforma de la salud: una pelea falaz e insalubre
En los últimos días se puso de relieve un enfrentamiento entre dirigentes del sector privado de la salud y el gobierno nacional.
El profesor Tomás Várnagy sostiene que, siguiendo la tradición contractualista (cuyos principales referentes son Hobbes, Locke y Rousseau), se necesitan “… dos contratos sucesivos para dar origen al Estado: el primero es el pacto de sociedad, por el cual un grupo de hombres decide vivir en comunidad, y el segundo es el pacto de sujeción, en el cual estos hombres se someten a un poder común”. De tal manera, esto puede lograrse a partir de formular “el mero acuerdo de unirse en una sociedad política, … para que los individuos ingresen o constituyan una república”. Por otra parte, Várnagy destaca como, según Locke, el “gobierno civil es el remedio más adecuado para las inconveniencias que presta el estado de naturaleza…”.
Siguiendo estas premisas, y a la luz de los hechos históricos más lejanos y más recientes, cabe admitir que el Estado tiene una buena razón de ser en las diversas democracias del mundo. Discutir sobre la dimensión y funciones del Estado es una tarea harto compleja, que requiere de la dúctil capacidad de comprender como diversos contextos llevan a diversas maneras de encarar la participación y rol del Estado en las democracias.
Si en el marco de la crisis mundial de 1929 tantos intelectuales y economistas se preguntaban sobre la participación del Estado en la economía, pocos fueron aquellos que pudieron negar que era inminente que el Estado interfiriera en el mercado (que sufría de un desequilibrio letal) porque aquello que se ponía en jaque en aquel entonces, era nada menos que la continuidad del modelo capitalista. Lisa y llanamente, la lógica del capitalismo pasa por el necesario proceso de producir, vender aquellos bienes y servicios producidos, y a partir de esta comercialización acumular capital. Sin esta lógica el capitalismo perece. Y si en 1929 existía una grave crisis de sobreproducción (asociada al alarmante descenso de la demanda debido a los niveles preocupantes de desempleo), que un actor poderoso (el Estado) interfiera para lograr que aumente el consumo y volver a equilibrar el mercado, pareció ser lo más apropiado. Por tal motivo fue necesario un New Deal de Roosevelt en 1933, que consistió en el primer plan de pleno empleo promovido desde el Estado y basado en las premisas de la teoría keynesiana. A partir de esta intervención/participación estatal se amortiguó la caída del capitalismo y éste subsistió bajo un esquema de otro tipo.
Contrariamente, en otros momentos históricos, y no hace mucho tiempo atrás, en los años ´90, se presentó en numerosos países del mundo la necesidad de reducir el rol del Estado en la economía, ya que las diferentes naciones presentaban preocupantes déficit fiscales y altísimos niveles de inflación. Por tal motivo, el descenso del gasto público se volvió un imperativo. Y, más allá de que el impulso de esta reforma pro-mercado develó gestiones honestas y eficientes y otras deshonestas e ineficientes, ni el defensor más acérrimo de un Estado omnipresente puede negar que, una grave crisis fiscal e inflacionaria, decanta irremediablemente en perjuicios para la mayoría de los ciudadanos (principalmente para los sectores más vulnerables), que no pueden proveerse de los insumos más básicos frente a un estado de situación de alta o hiperinflación.
Vale decir, que un Estado participe más o menos en un mercado depende de coyunturas que requieren de esa mayor o menor participación y del modo en que se instrumenten las medidas para la ocasión. Aquello que no admite relativismo, es que un Estado que pretende funcionar correctamente, responda a dos imperativos categóricos: la honestidad de los gobernantes que van ocupando oportunamente funciones en el Estado en cuestión y la eficiencia en su labor mientras se encuentran en el poder gobernando. Y estos dos imperativos no existen hace larga data en la Argentina, y así presenciamos la sucesión de funcionarios políticos corruptos y que no realizan su labor con la calificación y eficiencia necesarias. Por su lado, parte del sector privado que administra servicios públicos en diversas ramas o labores, también ha demostrado operar con deshonestidad e inoperancia.
Al margen de la coyuntura de pandemia, pocos podemos negar que nuestro sistema de salud funciona mal hace décadas. Empresarios de la “industria de la salud” (como gustan ellos denominar aquello que muchos preferimos llamar “servicios de salud”) manifiestan un reclamo severísimo contra el gobierno, apelando a que el impedimento de aumentar sus tarifas a los usuarios, no permite lograr las paritarias correspondientes para su personal. Si a los empresarios de la salud les preocupa el malestar socioeconómico de su personal sanitario, cabe recordarles que hace decenas de años la mayoría de sus médicos, enfermeros, ambulancieros, etc., ganan salarios que, si no se encuentran por debajo, rozan la línea de pobreza, y por tal motivo, la mayor parte del personal de salud necesita realizar infinidad de guardias o trabajar en más de una clínica, para poder lograr cubrir la canasta básica. Y esta indigna situación data de tiempos remotos, no comenzó en la “era pandemia por coronavirus”.
Por su parte, el sistema de salud estatal revela una inescrupulosa falta de recursos; nuestros funcionarios públicos recaudan imponentes impuestos, pero a partir de éstos no logran montar un digno sistema de salud a pesar de contar con personal sanitario de élite. En esta cruzada de “no rendición de cuentas” le damos la palabra a la vicepresidenta de los argentinos, quien destaca con demasiada insistencia la crisis sanitaria estructural que padecemos, pero parece no admitir las inmoralidades cometidas por las diversas gestiones gubernamentales (como las que presidió ella misma), y aprovecha esta delicadísima situación para promover un tipo de reforma de la salud que a muchos les provoca desconfianza, tal vez porque no refiere a un modelo de Estado más presente con sistemas de salud pública de excelencia, como el sueco, noruego o finlandés, y en cambio sí manifiesta una afinidad política creciente con países no democráticos que se valen del Estado para seguir gestionando impúdicamente. Y porque lo primero que destaca Cristina Fernández de Kirchner al aludir a la reforma sanitaria, es que el problema central pasa por los privilegios estructurales de los cuales goza la ciudad porteña (el bastión opositor más importante históricamente). El “negociado” con las obras sociales sindicales, que a muchos nos cuesta comprender, y no por falta de conocimiento sino por falta de transparencia de quienes las manejan y pretenden manejarlas, aporta más interrogantes aún.
Que el Estado y el sector privado de salud no logran hace décadas responder como corresponde al bienestar de su personal sanitario es harto evidente. Y que tuvo que sorprendernos una pandemia por coronavirus para que se valore el trabajo glorioso de quienes velan por nuestras vidas da un poquito de vergüenza.
Politóloga y Profesora (UBA)