Reforma constitucional de 1994: un balance negativo
La Constitución nacional que nos rige fue sancionada el 1° de mayo de 1853. Sin embargo, ella misma contempla un procedimiento para llevar a cabo su propia reforma, el cual fue puesto en práctica en siete oportunidades a través del llamado “poder constituyente derivado”. De esas siete reformas, están vigentes las de los años 1860, 1866, 1898, 1957 y 1994; no así las de 1947 y 1972. Por su extensión y trascendencia, la de 1994 fue la más profunda e importante, y de la que el próximo sábado se cumplen treinta años.
Reformar la ley fundamental siempre es una tarea institucionalmente delicada, porque implica, en mayor o menor medida, la modificación total o parcial de la organización política del país. En términos médicos podría decirse que, en un proceso de reforma constitucional, la carta magna es “intervenida quirúrgicamente”. Pues en este caso se trata de una “intervención institucional”, y los riesgos de una “mala praxis” pueden generar serias consecuencias. De allí la relevancia que, por su profundidad, ha tenido la reforma constitucional de hace treinta años, en torno de la cual se han polarizado opiniones académicas a favor y en contra.
Quienes califican como positiva la reforma de 1994 sostienen que fue el producto de un gran consenso entre las fuerzas políticas de entonces, y que sirvió para acentuar el federalismo y atenuar el presidencialismo. No comparto estos criterios por los siguientes motivos.
En cuanto al procedimiento de reforma, es cierto que se logró en el marco de un importante consenso y que, en lo formal, se cumplieron las etapas constitucionalmente previstas: ley declarativa de necesidad de reforma por parte del Congreso y elección popular de los integrantes de la Convención Nacional Constituyente para que la llevaran a cabo. Pero también es cierto que el proceso ha burlado el espíritu que la Constitución nacional dispuso para su modificación porque, más allá de que la ley que declaró esa necesidad de reforma autorizó la libre discusión de algunos temas por parte de los convencionales constituyentes, por otro lado cercenó la libertad que ellos deben tener para “hacer” libremente la reforma sobre la base de los “temas” previamente dispuestos por el Congreso, creando un “paquete” de trece ítems –denominado “Núcleo de coincidencias básicas”–, obligando a los integrantes de la Convención a votarlos en conjunto, por todo o nada.
Inclusive, hasta puede afirmarse que los verdaderos “reformadores” fueron quienes integraron los equipos técnicos del justicialismo y del radicalismo, que en el marco del denominado Pacto de Olivos, celebrado entre Menem y Alfonsín previamente al proceso reformador, armaron el temario a modificar y lo presentaron en el Congreso para que sancionara la correspondiente ley declarativa de necesidad de reforma, que luego llevó el número 24.309.
Con relación al contenido de la recordada reforma, sin perjuicio de admitir que algunas fueron positivas (como por ejemplo la simplificación del proceso de formación de las leyes, la extensión del período de sesiones ordinarias del Congreso, el acortamiento del mandato de los senadores nacionales de nueve a seis años, la elección directa de estos y del presidente de la Nación, o la eliminación de la necesidad de ser católico apostólico romano para acceder a la primera magistratura), la realidad es que, en el marco de semejante reforma, no solamente se perdió la oportunidad de resolver algunas “lagunas” constitucionales (como por ejemplo precisar con más detalles el proceso mismo de reforma constitucional, el instituto de la intervención federal o el alcance de los fueros parlamentarios y el desafuero, entre otras omisiones), sino que, además, a mi entender, la reforma de 1994 ha provocado un debilitamiento del sistema republicano –caracterizado por la separación de poderes y la independencia del Judicial–, ha fortalecido excesivamente el poder presidencial y ha debilitado al federalismo.
En efecto, la reforma le confirió al primer mandatario la posibilidad de ejercer potestades del Congreso, y a este, la de delegarle al presidente sus propias facultades. Se argumentará que era necesario regular una práctica que se había instalado en la Argentina; pues no comparto el criterio, no solo porque esa “práctica” antirrepublicana solo se había tornado habitual durante el gobierno en el que se produjo la reforma (el de Carlos Menem), sino porque, además, a las malas prácticas no se las resuelve blanqueándolas, sino prohibiéndolas. Lejos de eso, desde 1994 el texto constitucional la ha admitido con requisitos tan ambiguos y susceptibles de interpretación que, a treinta años de la reforma de 1994, puede afirmarse que a los presidentes se les ha facilitado el ejercicio de potestades legislativas.
Es cierto que los instrumentos que los presidentes dictan para ejercer potestades legislativas (decretos delegados y decretos de necesidad y urgencia) deben ser luego aprobado por el mismo Congreso, y que se le ha delegado a este la potestad de regular su propia intervención en ese trámite de aprobación; pero la realidad es inapelable, porque la regulación que el Congreso ha hecho del ejercicio de potestades legislativas por parte del presidente ha sido tan deficiente (por ejemplo, estableciendo que cuando el presidente dicta un decreto para ejercer una atribución legislativa, es suficiente que solo una de ambas cámaras lo apruebe) que, en la actualidad, a los primeros mandatarios les resulta más fácil ejercer potestades del Congreso que al Congreso mismo.
Además, la reforma de 1994 ha creado un verdadero caballo de Troya con el que la política ha ingresado en el Poder Judicial, generando una lesión más al sistema republicano. Se trata del Consejo de la Magistratura, órgano al que le ha asignado potestades relevantes (como la de seleccionar magistrados inferiores, iniciar el procedimiento de remoción, ejercer facultades disciplinarias sobre ellos, administrar los recursos del Poder Judicial) y lo ha integrado con representantes de la corporación política (legisladores y delegados del presidente de la Nación).
Todo lo expuesto, más la implementación del balotaje “a la Argentina” (en función del cual un presidente puede ser elegido en primera vuelta sin haber logrado más de la mitad de los votos); la reelección cuasi indefinida del primer mandatario (permitiéndole que pueda gobernar dieciséis años, de un total de veinte); la creación de la Jefatura de Gabinete (una figura institucionalmente inútil que solo suma burocracia improductiva); el ambiguo estatus institucional asignado a la ciudad de Buenos Aires (que no es provincia ni municipio), más la constitucionalización de la coparticipación federal de impuestos (régimen fiscal de corte unitario, en virtud del cual el gobierno de la Nación crea y recauda impuestos provinciales para luego repartirlos entre las provincias) me llevan a ponderar negativamente la reforma constitucional de 1994.
No obstante ello, por su trascendencia, el acontecimiento institucional del cual se cumplen treinta años merece ser recordado con el respeto cívico que una Constitución nacional merece. ß
Abogado constitucionalista, profesor Derecho Constitucional UBA