Reflexiones sobre la pandemia y “la tragedia de los comunes”
Por más buena voluntad que exista, la mente conservadora no permite despegarse del statu quo; no abre paso a nuevas contribuciones pues las telarañas mentales estrangulan el pensamiento. Con el criterio conservador en el peor sentido de la expresión no hubiéramos pasado del garrote en la cueva, pues el primero que recurrió al arco y la flecha se salía de la rutina para instalarse en lo novedoso. Estar empantanado en lo usual no permite concebir adelantos y cambios, es decir, niega el progreso en todas las ramas posibles.
En 1968, Harret Gardin publicó un ensayo titulado “La tragedia de los comunes” en la revista Science, donde, básicamente, explica que lo que es de todos no es de nadie; en otros términos, concluye que los incentivos se convierten en contraincentivos cuando en lugar de pagar nuestras cuentas se fuerza a que otros se hagan cargo. En este contexto, hasta la forma en que se encienden las luces y se toma café no es la misma cuando uno paga las facturas respecto de la situación de imponer que otros la financien compulsivamente con el fruto de sus trabajos.
En realidad, si nos remontamos a cuatro siglos antes de la era cristiana, encontramos que Aristóteles ya había dado en la tecla sin bautizar el tema como la tragedia de los comunes cuando refutó el comunismo de Platón. Sin embargo, en muchos lugares seguimos encajados en esa tragedia que perjudica a todos, pero muy especialmente a los más vulnerables, pues son los primeros en sentir el impacto en sus salarios como consecuencia del derroche y el despilfarro. Por el momento en demasiados países triunfa la demagogia y el empecinamiento en sostener que los aparatos estatales brindan servicios y bienes “gratis”, sin percatarse de que no hay nada gratis en la vida; siempre es el vecino el que paga, puesto que ningún gobernante pone de su peculio (más bien es habitual que saque de modo non sancto).
Ahora, en medio de la pandemia hay megalómanos a los que no se les ocurre mejor idea que intervenir en los precios de mercado, es decir, en los arreglos libres entre las partes, para imponer precios que incluyen medicamentos, barbijos, alcohol en gel y demás elementos imprescindibles para la salud, con lo cual una y otra vez –desde tiempos de Hammurabi hace 4000 años– se producen faltantes y desajustes de todo tipo. A esto se agrega la manipulación en los precios de mutuales de medicina y la sandez adicional de obligar a la incorporación de personas que no han aportado, con lo cual se destruye la idea misma del seguro, igual que si se pretendiera que una compañía de seguros financiara el accidente automovilístico de alguien ajeno a los socios que pagan sus cuotas, lo cual daría por tierra con el esquema actuarial del seguro y haría que las empresas del ramo desaparecieran o huyeran despavoridas a buscar refugio en otros lares.
La misma desgracia ocurre cuando las burocracias se empecinan en adquirir, distribuir y asignar vacunas. Es imperioso estimular al máximo y no simplemente conceder que el sector privado participe, pues los incentivos son potentes para un buen servicio, en lugar de politizar algo tan sensible y delicado en medio de negociaciones estatales opacas y pastosas con resultados absurdos y contraproducentes.
El médico psiquiatra George Yossif en “La economía de la medicina” se refiere detenidamente a la historia de la ciencia médica y a la importancia de la investigación y el desarrollo por parte del mundo privado y el daño causado cuando el Leviatán irrumpe en esa materia, incluso en países considerados serios. Y en la misma especialidad Thomas Szasz, en su texto titulado “El derecho a la salud”, apunta que a todo derecho corresponde una obligación: si una persona gana diez con el fruto de su trabajo hay la obligación universal de respetar ese ingreso, pero si esa misma persona sostiene que debe ganar veinte y el gobierno otorga ese salario se trata de un seudoderecho, puesto que inexorablemente se traduce en que otros deben aportar compulsivamente la diferencia con el producto de su trabajo. Concluye que para que la gente cuente con mejores ingresos resulta indispensable el respeto recíproco, lo cual se desmorona cuando se imponen seudoderechos.
El doctor en medicina Charles G. Jones publica un trabajo con un muy sugestivo título: “La medicina gratuita, enferma”, del mismo modo en que lo hace el historiador John Chamberlin, donde se detiene a mostrar los graves problemas en distintos países en los que se ha pretendido socializar la atención médica, en su ensayo en el que adelanta el contenido en el título: “La enfermedad de la medicina socializada”. Lo mismo estudia el libro de Melchior Palyi La medicina y el Estado benefactor.
Demos un paso más en el asunto que venimos tratando para despejar telarañas mentales y para, además de preguntarnos el para qué y el porqué, interrogarnos, sobre todo, el porqué no para abrir perspectivas distintas y ventajosas en relación con lo que estamos acostumbrados a ver y escuchar. Los mencionados profesionales de la medicina y otros autores han sugerido la privatización de todos los centros de salud para evitar los turnos extenuantes, las faltas recurrentes de insumos, el deterioro de los equipos e instalaciones, los pedidos permanentes de fondos que nunca alcanzan y las huelgas y politizaciones indebidas.
Esto para nada niega la dedicación y abnegación de médicos, médicas, enfermeros, enfermeras y demás trabajadores de la salud. Se trata de incentivos para administrar lo propio frente a los ingresos de otros recabados coercitivamente. Más aún, hay quienes sugieren eventualmente vender los centros de salud estatales al cuerpo médico en ejercicio en esas instituciones, con todas las facilidades del caso. Y como también se ha propuesto reiteradamente, como una política de transición, para las personas enfermas pero que no cuentan con los ingresos suficientes, el sistema de vouchers, a saber, entregas de los recursos para que puedan atenderse. Esta financiación de la demanda en lugar de financiar la oferta con instituciones estatales de salud no solo es más eficiente y permite apuntalar y alinear los antedichos incentivos, sino que pone de manifiesto el non sequitur, esto es que del hecho de que unos financien la salud de otros no se sigue que deban existir centros de salud estatales, puesto que el candidato con problemas elegirá el que más le convenga de todas las ofertas privadas.
Lo dicho no desconoce las posibles trampas en el sector privado, las cuales deben ser debidamente castigadas con todo el rigor necesario por el Gobierno, pues precisamente esa es su función y no la de inmiscuirse en actividades privadas lícitas al atacar, en lugar de proteger, al ciudadano pacífico.
Eric Bodin en su célebre texto “El Estado benefactor en Suecia: el paraíso perdido” explica cómo en Suecia se ha debido cambiar el sistema de salud hacia lo privado, en vista de que buena parte de la población se mudaba a otros países para atenderse debido a las interminables demoras y costos de la atención en un contexto donde los mismos gobernantes se hacían atender en clínicas privadas. Esto último es típico de la hipocresía mayúscula de los patrocinadores de la socialización de la medicina: cuando les toca acuden a prestigiosos centros de salud privados, lo que muestra la catadura moral de quienes declaman las bondades de los aparatos estatales metidos en salud.
El autor completó dos doctorados, es docente y miembro de dos academias nacionales